jueves, 6 de agosto de 2009

Congo: la catástrofe humana interminable



Existe una ecuación muy común en el atormentado panorama del mundo actual que, no por advertida hasta la saciedad, deja de sorprendernos cada vez que nos enfrentamos a ella. La formulación puede hacerse en estos términos: “país en desarrollo, especialmente si es muy pobre, que atesora muchas riquezas naturales”. No se trata de una incongruencia. Al contrario, se da mucho. De entrada esa combinación equivale a decir violencia, corrupción y pueblos condenados a padecer todo tipo de atropellos. Sobre todo si a este “escenario” inicial le añadimos algunos ingredientes adicionales también muy frecuentes, tales como: fragilidad del Estado y avidez sin límites de vecinos y/o potencias extranjeras. Cuando se da el síndrome completo el resultado en términos de los derechos de las personas es definitivamente fatal. En estas adversas circunstancias las penurias de la gente pueden multiplicarse hasta el infinito.

Mirando las imágenes de televisión sobre lo que sucedía este pasado mes de Noviembre en la ciudad de Goma, en la Región de Kivú Norte, la zona otrora turística del Este de la República Democrática del Congo, tuve el convencimiento de que estaba viendo imágenes de aquel mismo lugar tomadas en Julio de 1994. Eso sospeché y aún ahora me cuesta dejar de creerlo por más que el periodista que relataba la crónica insistiera en que las imágenes de los campos de refugiados (Mugunga, Bukavu) estaban tomadas el día anterior a la emisión. Significa eso que todo sigue dramáticamente igual. Bueno, en realidad lo que no cambió fueron los lugares, el espacio físico, los criminales que provocan la barbarie ni los potentados sin escrúpulos que los apoyan, arman y manejan, como si de muñecos se trataran, a miles de kilómetros. Tan sólo hay una sutileza que no pude apreciar al primer golpe de vista seguramente por mis limitaciones para percibir las diferencias fenotípicas más comunes en aquéllas latitudes. Un pequeño detalle que es tan insignificante como lo son quienes lo protagonizan: los niños semidesnudos, las mujeres hambrientas cargadas de pertrechos inservibles o los hombres harapientos y descalzos que vi en la televisión son otros distintos a los que pude observar y atender en aquellos trágicos días de hace 14 años. Los que ocupan ahora la pantalla, tan a su pesar, son otros. Aquellos a quienes recuerdo al exigirle un poco más a mi memoria algo enclenque, murieron todos. O casi todos. Prácticamente ninguno de aquél millón de seres humanos que protagonizó lo que los medios de la época llamaron el mayor desastre humanitario de los tiempos actuales, vive ya... “El mayor desastre humano”, hubiera titulado yo la crónica de esos lejanos días con más propiedad, culminó con que la mayoría perdió la vida en el intento inútil y desesperado de conservarla en aquéllas condiciones tan hostiles... Pero tan triste es comprenderlo como convencerse de que allí “el material humano” importa poco. Se cambia por otro y se sigue expoliando. “Hay de sobra”, han de pensar algunos. Sobra de todo: coltán, diamantes, oro, cobalto... y gente a la que vapulear miserablemente. Lo único que no cambia y que no debe variar para beneficio de unos pocos es el escenario material (el lugar físico donde se concentran las reservas más importantes del mundo de algunos recursos naturales) y los otros actores: los que dirigen y los que ejecutan. Las órdenes y los hombres.


Es bueno, casi siempre, recordar cómo empezó todo. Aporta perspectiva y ayuda a comprender. Los antecedentes se remontan, tras la descolonización, a las décadas de explotación protagonizadas por el dictador Mobutu. El genocidio ruandés de 1994 y el posterior éxodo de cientos de miles de personas al vecino Congo (en aquélla época Zaire) marcó un punto de inflexión determinante en la deriva posterior de los acontecimientos. La inestabilidad que la presencia de tal cantidad de refugiados generó en la zona y la amenaza que ello significaba fue suficiente para que Ruanda justificara la guerra civil que provocó y sostuvo mediante la intervención de grupos guerrilleros intermediarios en 1996. Esa guerra que ha tenido exacerbaciones cíclicas y cuyos coletazos más recientes son los que observamos ahora, oculta en realidad la avidez y la codicia sin límites de Ruanda y de otros vecinos. El resultado inmediato es la tragedia humana causada por la primera guerra mundial africana, tal y como le definió la Sra. Madeleine Albright. Esa barbaridad se resume hoy, contabilizando sólo el periodo 1996-2008 y dejando aparte el genocidio ruandés de 1994, en más de 5 millones de muertos y varios millones de desplazados. Estos últimos en realidad componen una nómina discontinua e intercambiable, porque frecuentemente dejan de ser desplazados, pasando a restar en esa lista, para entrar a sumar en la otra, en la de fallecidos. Es el tránsito habitual en las estadísticas de las organizaciones internacionales. Se relata así: uno sale de su casa con su familia ante la presión insoportable de hombres armados de cualquier pelaje y bandera ante el temor de ser aniquilado inmediatamente, pasa varios años después mendigando caridad y ayuda humanitaria en campos de refugiados que debe abandonar frecuentemente ante la amenaza de otros hombres armados, o de los mismos, hasta que un día el cólera, el sarampión, el hambre o un tiro pone punto final a esa precaria subsistencia. De esta manera a día de hoy un millón de personas desplazadas de sus hogares se concentra en diferentes lugares al Norte del lago Kivú, viviendo al límite la experiencia improbable de no pasar a engrosar, finalmente, la siniestra y definitiva lista que confeccionan mensualmente ONG’s y agencias internacionales.

Congo nunca estará en paz mientras no se extinga la maldición histórica cuyos efectos sufre sin tregua: esconder bajo su suelo fabulosos recursos naturales. Se sabe que allí están los más puros y grandes depósitos naturales de niobio, casiterita, oro, diamantes y heterogenita . Allí se guarda el 30% del cobalto de todo el mundo, el 10% del cobre y el 80% del coltán. Este mineral (formado por la columbita y la tantalita) es, en la actualidad, uno de los más codiciados pues en pequeñas dosis es indispensable para la fabricación de tecnología electrónica de masiva demanda (teléfonos móviles, ordenadores, equipos de radiodiagnóstico, etc). En los últimos años Ruanda y sus grupos satélites han saqueado, acaparado y, después, vendido a un excelente precio, el coltán congoleño de las zonas que controlan. Esta situación insólita ha merecido condenas unánimes de las Naciones Unidas, institución que recordó recientemente que mientras el 80% de la población de Congo vive con menos de 30 centavos de dólar al día, millones de dólares salen diariamente del país para engordar abundantemente los bolsillos de intermediarios, gobiernos vecinos y empresas multinacionales. Adivinamos que se cierne además sobre aquél país un futuro bastante sombrío cuando conocemos que, para colmo de males, se ha descubierto que en el lago Kivú se encuentran también fabulosas reservas de gas prácticamente sin explotar.

Como ya se esbozó, el otro problema de Congo, que tiene que ver con el de ser tan rico en recursos naturales, son sus vecinos. Se trata de un vecindario muy poco recomendable, con mucha artillería, pocos escrúpulos y ningún interés por la gente. Esos países que con tanta saña saquean Congo lo hacen inducidos por las grandes compañías mundiales que son las destinatarias de los productos extraídos y quienes hacen el gran negocio final. La comunidad internacional y las grandes potencias ignoran lo que ocurre y dejan que esas poderosas empresas impongan la ley de la selva y contribuyan a pisotear los derechos más elementales de millones de personas. En realidad algo bastante frecuente en el mundo de hoy: los gobiernos de las potencias (locales y mundiales) se pliegan a los intereses de quienes en realidad gobiernan el mundo: las grandes compañías multinacionales. Los ejércitos se convierten, al final, en meros instrumentos de los intereses de aquéllas. En este panorama crónico desolador un nuevo elemento, otro actor, ha hecho su aparición para enredarlo todo un poco más y provocar el reavivamiento del conflicto en su versión actual. Ese actor se llama China. El gobierno de Congo, es decir el propietario legal de los recursos de aquél país, ha firmado una serie de acuerdos comerciales con el gigante asiático para venderle parte del coltán que se extrae en su territorio. Esto ha contrariado los planes de Ruanda, el principal beneficiario del expolio de ese mineral y, a través de su guerrilla-títere (Reagrupamiento Congoleño para la Democracia, RCD) dirigida por Laurent Nkunda, ha reactivado las hostilidades en Kivú Norte para impedir que el gobierno de Congo controle aquélla zona tan rica en ese mineral y pueda cumplir sus compromisos con China. Ahora Ruanda y sus satélites, las guerrillas pero también países como Uganda, representan en el escenario de conflicto la agrupación de intereses contrarios a la presencia de China en África y en la comercialización de sus recursos.

Mientras los escenarios se renuevan y algunos actores cambian, los extras de esta historia, la población civil congoleña, sigue padeciendo la brutalidad de las consecuencias de esta fiebre de algunos por enriquecerse sin límite. Porque este conflicto se ha caracterizado desde el punto de vista de la situación humanitaria por tres aspectos especialmente deplorables: los ataques indiscriminados y brutales contra la población civil, la violación sistemática de las mujeres y el reclutamiento forzoso de niños para abastecer a los grupos guerrilleros. A pesar de la multitud de denuncias e iniciativas de todo tipo que han intentado que acaben la guerra y los abusos, hasta ahora los resultados han sido infructuosos. Las organizaciones humanitarias, empezando por la fuerzas de Naciones Unidas para ese conflicto (MONUC), se han mostrado ineficaces para defender a la población civil. El mundo, mientras eso ocurre, se muestra incapaz de detener las atrocidades y los crímenes, que es lo mismo que decir inútil a la hora de conseguir que los países involucrados en el conflicto (Congo, Uganda, Ruanda, Zimbabwe y Angola) abandonen sus intereses ilegítimos en ese país y/o desmonten sus maquinarias de guerra y las de sus grupos satélites.

Otro mundo es posible, nos han dicho como enunciando una utopía hermosa, sobre todo si un nuevo orden mundial impusiera que, en el final de esta cadena, las grandes compañías se movieran con criterios éticos y no solamente económicos y dejaran de alimentar conflictos tan terribles como este. Una nueva política exterior de Estados Unidos, que quizás pueda llegar a darse en los próximos años, ayudaría a transformar esta realidad tan injusta.

Aunque tal y como funcionan las cosas el hecho de que la inmensa mayoría del pueblo norteamericano desconozca hoy lo que pasa en Congo, porque ningún medio de comunicación de alcance en aquél país ha contado nunca nada de ello, nos hace pensar que el nuevo gobierno de Obama no se sentirá muy presionado para solucionar este problema.


José Manuel Díaz Olalla, Médico Cooperante

(Publicado en Temas para el debate, ISSN 1134-6574, Nº. 170 (en.), 2009 (Ejemplar dedicado a: La nueva arquitectura internacional), pags. 62-64

Nota: la fotografía que encabeza el artículo está tomada de elproyectomatriz.wordpress.com/.../, de Jon Sobrino