lunes, 1 de enero de 2001

LA EQUIDAD EN LA SALUD: UN RETO QUE SE ALEJA

Pocos aspectos de la atención y el funcionamiento de los servicios sanitarios despiertan tanto interés general y tanto estudio como la equidad. Y esto es así cuando consideramos que todo servicio sanitario tiene que administrar las oportunidades que brinda a los individuos en función de las necesidades de los mismos, y no de los privilegios sociales. Los privilegios sociales, bien sean los determinados por la situación socio-económica, el género, la etnia, la edad, la religión, y otros muchos más, marcan de manera indudable las oportunidades de la gente a recibir o adquirir atención de cualquier tipo. Esta realidad indudable, que cuando se trata de la atención que tiene obligación de ofrecer el Estado es intolerable, se convierte en el paradigma de la injusticia más absoluta si hablamos de los cuidados de salud, toda vez que ellos son un derecho humano fundamental.

Sin embargo hemos incorporado esta situación real al paisaje cotidiano con la mayor de las naturalidades, tanto en el mundo pobre como en nuestras sociedades opulentas. Es más, en todos los niveles de desarrollo, el progreso humano va marcado casi invariablemente por el aumento de la brecha en el nivel de salud y en las oportunidades para mejorar la salud que separa a unos de otros (a los ricos de los pobres, a quienes viven en las ciudades de quienes viven en el campo, a los hombres de las mujeres o a los blancos de los negros), es decir, por el aumento de las inequidades en salud. Es el más palpable de los fracasos de los sistemas sanitarios, y tiene que ver con sus graves limitaciones para funcionar con eficacia y eficiencia, características que deben ser inherentes a la naturaleza de la atención que brindan.

Porque deben ser las necesidades de hombres y mujeres, y no los privilegios sociales, los que determinen cómo se distribuyen las oportunidades para el bienestar. Y el nivel de salud es, entre otros, el resultado de muchas acciones concertadas y multisectoriales entre las que destacan las propias del funcionamiento del servicio sanitario. Este servicio debe concebirse como una prestación social y solidaria que asegure no sólo la igualdad de todos, sino que priorice en sus actividades curativas, preventivas y rehabilitadoras a los más necesitados de él. Por lo general admitimos que cuando adopta la forma de Servicio Nacional de Salud (SNS) se conforma más adecuadamente para cumplir sus funciones de manera útil, justa y equitativa, esto es, cuando adopta la forma de universalidad, gratuidad, y financiación y gestión públicas. Pero no basta con esta forma de organización, se hace necesario, además, que el propio servicio se comporte como un ente activo y dinámico, con capacidad de adaptación a las realidades cambiantes de la gente, con posibilidades para informarse de ellas, para evaluar el impacto de sus intervenciones y con clara voluntad política de sus gestores de priorizar la oferta que presta en función de las necesidades de los más desfavorecidos cuando estas sean abordables y modificables.

Pero ¿cuál es la realidad mundial, al comienzo de este siglo, en lo que respecta a la necesaria equidad en salud?. Un somero repaso a la situación de salud de la gente en el mundo nos señala con claridad que la inequidad es el panorama más general. Y, como quedó dicho, en todo nivel de desarrollo humano. Las mayores cargas de muerte y enfermedad las soportan, en todos los lugares, los más pobres y aquéllos que conforman la larga lista de los menos incluidos socialmente. Es más, en muchos países del Sur, en África, Asia y América Latina, aunque en lo formal dicen estar dotados de un SNS, lo cierto es que éste en la práctica no llega más que a un porcentaje pequeño de población (generalmente la que habita en grandes urbes), por lo que éste límite de cobertura real arroja a millones de seres humanos a la falta completa y absoluta de asistencia sanitaria pública. En otros lugares de este mundo pobre, en particular en América Latina, donde llega este SNS se exige a los pacientes que paguen o copaguen el servicio público que reciben, excluyendo de él, en la práctica a los más pobres y abandonados. En todos estos lugares las prestaciones que se ofrecen son tan limitadas o la calidad de la atención tan deficiente que quienes necesitan atención no acuden a ellos y, al no poder comprar esa atención en el mercado, se refugian en las prácticas sanitarias tradicionales o informales.

En nuestro mundo desarrollado, con SNS sólidos y potencialmente capacitados, se está viviendo un proceso real de desestímulo y descapitalización de la asistencia sanitaria pública al socaire de los nuevos conceptos de neoliberalismo a ultranza y de la globalización peor entendida, y que busca incentivar de hecho a los sistemas privados de atención y está condenando a enormes grupos de personas a la exclusión y a la precariedad en los cuidados de la salud. La inequidad más flagrante es el panorama imperante en la atención sanitaria de este mundo.

Hubo tiempos mejores, y otros conceptos y otras metas mucho más halagüeñas se dibujaban en el horizonte humano. En 1978, en Alma-Ata (Kazajstán) y auspiciado por la OMS y UNICEF, se efectuó la conferencia internacional que definió como Atención Primaria de Salud a la estrategia sobre la que se comprometían a trabajar la mayoría de los países del mundo para mejorar los niveles de salud de la población y sobre la que se articuló un sensato programa de metas y objetivos por niveles de viabilidad de zonas y países que se llamó Salud para Todos. Leer hoy las conclusiones y el espíritu de aquélla cumbre y encontrar, entre ellas, afirmaciones tan importantes como que la salud es un derecho humano fundamental y que los gobiernos son los responsables de que ese derecho sea una realidad para todos, es como retrotraerse a un mundo que nunca existió. Y cualquier somero análisis sobre logros y políticas mundiales y nacionales de salud que se instauraron en estos 23 años nos indican que, con todas sus dificultades, fue un camino que mereció la pena recorrer. En este periodo millones de personas en todo el mundo han aumentado su esperanza de vida (de 48 años a 65 años de media mundial), han disminuido notablemente la mortalidad infantil y la materna sobre todo en los países pobres, y hoy mueren por enfermedades evitables en todo el mundo la mitad de las personas que morían por ellas en aquél año significativo. Es evidente que el espíritu de aquélla conferencia histórica ha jugado un papel impulsor extraordinario en modificar las políticas sanitarias que han propiciado estas mejoras, muy particularmente los aumentos mundiales en la cobertura de vacunaciones, la eficacia de los programas de atención materno-infantil en África y América Latina, y las mejoras en disposición de agua potable y saneamiento básico en especial en los países más atrasados, podemos situarlos sin duda en la base de estos logros.

Pero no todo son luces en estas últimas décadas. Muchas más sombras han quedado, no obstante, como resultado de una iniciativa internacional que no cumplió sus expectativas de darnos salud a todos en el año 2000. Sombras que son locales (52,2 millones de las muertes registradas en el mundo en 1997 lo fueron por enfermedades infecciosas prevenibles) y que también son regionales (el África subsahariana ha retrocedido en sus niveles de salud previos y muchos de sus países parecen introducirse en un pozo del que nunca podrán salir sin la permanente ayuda internacional). Sin embargo, este panorama dispar, que es una permanente denuncia sobre la inequidad en salud, lejos de situarnos en la denuncia y el abandono de aquél espíritu esperanzador dándolo por estéril y fracasado, debe ayudarnos a perseverar en políticas y estrategias que busquen la equidad y el progreso de los pueblos. Algo muy diferente del mensaje que ahora se difunde como panacea del futuro, al que se pliegan sin objeción instituciones internacionales que, como la OMS, deben velar por el derecho a la salud de todos, y que responden más a los intereses de este universo global de unos pocos (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional) que a la justicia y a los derechos humanos de los más pobres.

Se quiere instalar ahora la cultura para todos de que aquéllos SNS están abocados al fracaso cuando lo público cuenta cada vez menos y el mercado lo debe dirigir todo. El concepto de universalidad se ha revisado (informe mundial de la OMS de 1999) a la baja y lo que antes era atención básica para todos es ahora un para todos sí, pero sólo lo que se pueda. Es decir nada o muy poco. Nos dicen también que hay que comprender que el Estado no puede ser el único responsable de la salud de la gente si no que también es una obligación de los propios individuos, del mercado y de las organizaciones humanitarias internacionales el velar por la salud y prestar la atención. Curioso sarcasmo para el campesino de Alta Verapaz (Guatemala) o de Tutuala (Timor Oriental) que nada tiene y que, por tanto, nada puede pagar. Al mercado, nos dicen y preguntamos ¿a qué mercado le interesa vender atención sanitaria a quien no puede comprarla? Si nadie puede pagar y nadie la va a vender ¿qué nos quieren decir? Pues que las cosas sigan igual, que aquí no ha pasado nada y que la realidad es que millones de seres humanos deben seguir sin esperar nada. Al mercado, resaltan, y como si ante un siempre pagan los mismos estuviéramos, diremos que precisamente quienes más confían en el mercado como motor social y más preconizan estas teorías que denunciamos (la mayoría de los países ricos con la penosa excepción de Estados Unidos) son quienes menos han dejado en esas manos la atención sanitaria de la gente y han desarrollado sólidos SNS, aunque vivan el actual periodo de precarización que hemos comentado antes. Y ha sido así siempre así porque indudablemente el mercado nunca ha sido eficiente en la atención a la salud y nunca garantiza la equidad necesaria y justa.

Que todo fue un sueño y que la equidad en la salud, la justicia, la igualdad y los derechos humanos son cuestiones que solo cuentan para unos pocos. Es lo que nos venden en este mundo global y es una obligación moral de todos luchar contra ello. Es preciso recuperar los espíritus y las políticas que impulsaron el progreso y el desarrollo en décadas aún cercanas y, en todo caso, corregirlos al alza en sus defectos y sus carencias. Es un compromiso que todos tenemos con esta humanidad.


José Manuel Díaz Olalla
Pilar Estébanez Estébanez