domingo, 20 de noviembre de 2005

BREVE PARÁBOLA DE LOS MUNDOS SEPARADOS POR UNA VALLA

El pasado 29 de Septiembre, de madrugada, ante la verja que separa Ceuta de Marruecos, muy cerca de la finca de los Berrocal, tres seres humanos cruzaron sin quererlo por unos segundos sus vidas y, dos de ellos, se enfrentaron de manera brutal a sus destinos. Benjamín y Soli, hombre y mujer, veintitrés y diecinueve años respectivamente, ugandeses de nacionalidad aunque se dejarían matar antes de reconocerlo, y con más de dos años de periplo vital a sus espaldas, llegaban por fin ante esa valla cruel sembrada de navajas apuntando al cielo, tras la cual y a través de las brumas temblorosas de la madrugada presentían el paraíso anhelado. Mustafá, miembro de las fuerzas auxiliares de Marruecos, un mehani más de los cientos movilizados la semana anterior desde su cuartel de Tánger, maldecía su suerte patrullando el perímetro fronterizo cuando se encontró de frente con la avalancha de subsaharianos que habían permanecido durante horas agazapados tras los matorrales cercanos. Disparó al aire por dos veces pero de nada sirvió ante la desesperación de aquélla gente que se lanzaba enfurecida sobre la alambrada. Confundido tiró el arma al suelo y se abalanzó sobre una de las rudimentarias escaleras que aquéllos desarrapados habían fabricado para ayudarse a saltar la valla. Logró agarrar la camisa de Benjamín que cayó al suelo con violencia. Si le hubiera ido la vida en ello habría podido derribar también a Soli cuando ya casi alcanzaba cuatro o cinco metros de escalera pero la dejó subir hasta que, tras desgarrarse los brazos y la cara en los espinos metálicos, cayó del lado español. Ella, mientras comprobaba en sus propios huesos y a la fuerza qué tal le sentaba el suelo del paraíso, pudo abrir los ojos para ver a escasos centímetros de la suya, la cara de Benjamín quien, valla por medio y con los ojos empañados sólo sabía decir: “corre, corre, corre...”.

Un año después de este episodio, en la vida de los tres, esos momentos dramáticos serán poco más que un mal sueño, aunque hayan definido para siempre su vida, su suerte y el futuro de ellos y de los suyos. Soli, inmigrante sin papeles, trabajará como empleada doméstica en la casa de María, una señora de clase media de un barrio residencial de Madrid. Benjamín habrá vuelto a su país, aunque no a su pueblo, incapaz de asumir ante su familia que es un fracasado que ha dilapidado la fortuna familiar en un viaje que no ha servido para nada y, por lo tanto, estarán condenados a seguir siendo pobres como siempre lo fueron. “Para eso, piensa él, prefiero que crean que he muerto al naufragar en alguna patera”. Se instalará en otro pueblo e intentará rehacer su vida. Mustafá, por último, y en pago por la cantidad de inmigrantes que logró descabalgar de las escaleras de palo en el mes que pasó en la frontera, será ascendido a suboficial volviendo a su pueblo, un destino tranquilo, y allí se casará con Fátima, tal y como habían previsto sus familias.

Muy probablemente Benjamín morirá antes de cumplir los 46 años. Es, según las estadísticas, lo que le toca como ugandés que vive en una zona rural. La mitad de sus hijos no llegará a cumplir los 40 y, de hecho, de los seis hijos que probablemente traerá al mundo su mujer, al menos uno morirá antes de cumplir los cinco años. Soli, que tuvo la suerte de caer del lado de acá, superará los 75 años de vida, unos diez menos que María, su empleadora, y, ambas, verán como sus hijos (un hijo en el caso de María y dos en el caso de Soli) crecerán y se harán adultos sanos y robustos. Mustafá, en fin, no se queja pues las matemáticas que miden las diferencias internacionales le aseguran que llegará a viejo y conocerá a sus nietos. Le molesta que la mitad de la gente con que se tiene que relacionar no sepa leer ni escribir pues cree que así se limitan mucho sus posibilidades de crecer como ser humano, y le molesta aún más descubrir que su país es, en realidad, un gran proyecto fracasado de producir bienestar para la gente, porque una gran parte de los recursos los atesora una pequeña minoría: Marruecos está situado en desarrollo humano 16 puestos por detrás de lo que le correspondería en función de su nivel de renta, y el 10% más rico de su población tiene doce veces más riqueza que el 10% más pobre.

Soli tuvo suerte cayendo en España y quedándose aquí pues si bien en el barrio suburbial donde crecen sus hijos existe tres veces más probabilidades de contraer una enfermedad típica de la pobreza como es la tuberculosis que en el lujoso barrio de María donde ella trabaja, si esto ocurriera, sus hijos se curarían de esta enfermedad pues tienen la suerte de vivir en un país donde, aunque su madre sea humilde y no tenga papeles de residencia, existe un sistema de salud eficaz que les atiende gratuitamente y en trato de igualdad con cualquier otro niño español. De hecho mientras los hijos de Benjamín vivirán toda su vida sin ver un médico ni por televisión (primero porque allí no existen galenos y, segundo, porque posiblemente no verán nunca ese aparato ya que a aquél alejado pueblo de Uganda no llega la energía eléctrica), en España alcanzamos la notable tasa de 320 médicos por cada 100.000 habitantes.

Tanto es así que mientras los dos embarazos y partos de Soli serán atendidos por médicos y enfermeras bien preparados, los de la mujer de Benjamín los atenderá, con suerte, una partera tradicional del pueblo, seguramente una mujer analfabeta y ruda que hace lo que puede siempre en condiciones muy precarias. De esta manera mientras para Soli el riesgo de morir en España por motivo de un embarazo o un parto es casi inexistente hoy en día, ese riesgo en la mujer de Mustafá es 50 veces superior, y aún es unas doscientas veces mayor el que corre la mujer de Benjamín en aquel pueblo perdido de África.

En ese país-paraíso a donde ha logrado llegar Soli 11 individuos de cada 100 son pobres. En el barrio del sur de Madrid donde vive, casi la mitad de la población es inmigrante, y la renta per cápita es más de dos veces y media inferior a la del barrio de María, su jefa. Ella, inmigrante sin papeles, cabeza de una familia monoparental y analfabeta es una de las once pobres que dicen las estadísticas que existen entre cada cien individuos de su barrio. No se queja porque en su país de nacimiento es pobre uno de cada dos. “Y ser pobre aquí no es lo mismo que serlo allí”, piensa ella de vez en cuando como para descargar su conciencia. Lo piensa y tiene razones. De hecho ella tiene mucho menos de lo que le corresponde porque todos los meses envía a su familia 150 euros que, para ellos, es un capital. Bueno, para ella también. Pero puesto allí les permite escapar de la pobreza feroz que afecta a la mitad de la gente, pues con esa ayuda podrán acceder a agua potable, a energía eléctrica tras adquirir un pequeño generador y puntualmente algo de petróleo, y a mejores raciones de comida. En un país como aquél donde el Estado no existe y, por ello, no atiende ninguna necesidad de la gente, y las cosas más elementales hay que comprarlas, ese dinero asegura que, al menos, no morirán sus hermanos por no poder comprar un antibiótico o que sus sobrinos, si quieren, podrán ir a la escuela.

Soli, que a pesar de sus carencias formativas es una mujer con grandes preocupaciones sociales, vive sobresaltada permanentemente al sopesar que la posibilidad de adquirir SIDA en su país es siete veces mayor que en España y, temiendo por su familia, considera que si a alguno le afectase esa enfermedad moriría irremediablemente pues el coste de un tratamiento allí es imposible de pagar. Ni siquiera con su ayuda desde aquí. Se sosiega pensando que si eso le pasase a alguno de sus hijos el Servicio de Salud español correría con los costes del tratamiento. Por todo ello no para de aconsejar buenas prácticas sexuales a sus sobrinas (sabe que el riesgo para ellas es más del doble que para sus sobrinos) a través de sus cartas y, siempre que puede, envía para allá todos los preservativos que consigue en el Centro de la Cruz Roja que queda cerca de su casa.

Benjamín, fracasado y viudo a edad temprana, no sabe que él es uno de los más de seiscientos millones de personas que este mundo globalizador y globalizado ha tirado a la basura como el que se desembaraza de un pesado lastre que le impide avanzar. Que él forma parte de ese 10 por ciento de la humanidad, la que vive en África por debajo del Sahara, que ni cuenta ni importa. Que sus problemas nunca figurarán en agenda alguna de prioridades y que el PIB per cápita de su país, quince veces más pequeño que el de cualquier país de la OCDE, es una calderilla molesta que ningún otro, en este mundo opulento, se agacharía a recoger aunque se la encontrase por delante. Benjamín no sabe, aunque algo sospecha, que sus desgracias son el resultado de unas relaciones internacionales injustas que han estancado la economía de su país (Uganda ha crecido un 0,1% anual en los últimos trece años), predisponiendo a sus gobernantes a temer más a sus propios vecinos (por lo que dedican a la compra de armamento un 2,4% del PIB) que a la ignorancia de su propia gente, ya que en vencerla emplean tan sólo el 1,5% de ese PIB.

A Benjamín, que aún no ha podido olvidar la cara ensangrentada de Soli aquélla madrugada terrible aunque no ha vuelto a saber nada de ella, le haría gracia saber que en nuestro paraíso inalcanzable a veces discutimos sobre los motivos que les impulsa a venir hasta aquí jugándose la vida y gastando todos sus ahorros en el empeño. Se reiría hasta el paroxismo si supiera que hay entre nosotros quienes apuestan porque ese impulso procede del hecho de que damos papeles con facilidad a los que llegan. Seguramente pensaría cómo es posible que nosotros, que somos tan listos, no nos hayamos dado cuenta de que el auténtico efecto llamada es la pobreza, el abandono y las diferencias intolerables de este mundo en que vivimos. Y que sólo luchando contra ellas estaremos combatiendo de verdad esa necesidad imperiosa de salir de sus países que afecta a miles de personas. Quizás no sepa nunca que este país al que anhela llegar dedica a ayudar a otros países más pobres unos 37 dólares por español y año, la mitad que el resto de los países de la OCDE de altos ingresos, y que, de ese pequeño monto tan sólo 4 dólares van a parar a los países que, como el suyo, más lo necesitan.

Benjamín, padre viudo de cinco niños en edad escolar aunque sin escuela, mal vacunados y peor comidos, la noche en que estuvo a punto de tocar el paraíso supo que estaba en el camino correcto. Lástima que se le cruzara aquél mehani desagradecido traidor a su propia clase. El retorno a su mundo le ha vuelto a convencer de que debe volver a intentarlo. Y esta vez sabe que no regresará. Porque si no tiene más remedio está dispuesto a dejar la vida en el intento. No tiene la certeza absoluta pero intuye que aunque desde aquí, desde el paraíso, pidamos a todos los mehanis que vigilan la frontera desde el lado de allá que les revienten las manos si lo vuelven a intentar, nuestra conciencia está tan a disgusto con lo que hacemos que, en cuanto caigan del lado de acá, correremos como locos a vendárselas.


José Manuel Díaz Olalla

Texto publicado en Temas para el debate, ISSN 1134-6574, Nº. 132, 2005 (Ejemplar dedicado a: El rumbo de Europa) , pags. 61-63.