En Mayo de 1995, en plena guerra de los Balcanes, los
bombardeos del ejército croata expulsaron de sus casas y sus pueblos a 250.000
serbios que vivían en la región de la Krajina, mientras eran desposeídos de
todas su propiedades. La “Operación Tormenta”, como se conoció esa acción
bélica, está catalogada como la mayor actuación de limpieza étnica
ocurrida en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En el curso de
las intervenciones de Ayuda Humanitaria a la población que huía hacia Banja
Luca (Bosnia Herzegovina) en las que tuve el privilegio de participar como
miembro del equipo de MDM internacional, localizamos el que ha sido considerado
como el mayor grupo de refugiados estables ubicado de forma espontanea en el viejo
continente desde la última gran guerra: el formado por los 20.000 musulmanes
leales a Fikret Abdic que huyeron desde la ciudad de Velika Kladusa a la zona
vecina de Croacia, instalándose en un valle cercano a la ciudad de Kuplensko,
cerca de Vojnic, donde les encontramos.
Salieron despavoridos por temor a las represalias del ejército
de Bosnia-Herzegovina cuando el gobierno bosnio y las tropas croatas se
apoderaron de la región, y cuando les localizamos estaban sitiados por estas
tropas, quienes incumpliendo los acuerdos de Ginebra no habían comunicado su
existencia, impidiendo de todas las formas posibles que cualquier tipo de ayuda
llegara hasta ellos. Se trataba lisa y llanamente de que escogieran entre morir
de hambre, sed y enfermedades o retornar a sus casas. La denuncia internacional
que, junto a la Cruz Roja , realizamos en Zagreb al día siguiente de su
localización (acaba de cumplirse 20 años de ello) visibilizó los problemas y
las necesidades de supervivencia de esas personas, facilitó la llegada de ayuda
internacional, creó las bases sobre las que se fraguaron los acuerdos que
consiguieron su regreso con garantías y, junto a otras intervenciones en el
mismo sentido, propició que, años después, el Tribunal Penal Internacional para
la Guerra de la antigua Yugoslavia juzgara y condenara a los criminales de
guerra que habían provocado tanta muerte y dolor en la población inocente:
desde Gotovina a Babiç, pasando por el ex-presidente croata Tudjman.
En la concepción del moderno humanitarismo nadie discute que
una intervención no es aceptable si la atención no va acompañada de la denuncia
de quienes provocan el sufrimiento de la población. Hay que ser la voz de las
víctimas, nos han dicho, sobre todo cuando estas no pueden levantarla. La
justicia forma parte de la acción humanitaria, es un derecho de quienes son
bárbaramente castigados y el silencio o la imparcialidad malentendida, la que
se interpreta como “no tomar partido”, son siempre cómplices de los verdugos.
Mientras pienso en ello veo cómo, dos décadas después de aquéllos penosos
sucesos que acabo de relatar, esos tristes records han sido fulminados en pocos
días en Europa. Varios cientos de miles de refugiados o aspirantes a serlo,
triste anhelo, vagan, o sueñan con hacerlo, por una Europa insolidaria y cruel
que les rechaza después de haber contribuido tanto y tan eficazmente a su
desgracia. En algún país, como en Hungría, se les confina ya en campos de
internamiento que remedan malos vestigios de la época más oscura de este
continente, mientras se construyen a toda prisa vallas sobre alambradas para evitar
que sigan llegando. Proceden, nos dicen, de Siria, de Irak, de Afganistán, de
Libia o de Eritrea, y uno se pregunta cómo y por qué han llegado hasta aquí.
Conviene no perder la memoria.
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