martes, 1 de julio de 2008

LA ARROGANCIA CULTURAL Y LOS NIÑOS INVISIBLES


En el país de donde procede el alto mandatario de la chompa a rayas multicolores viven miles de niños invisibles. Se sabe que están, pero nadie los ve. Hay zonas de Bolivia donde el registro de los niños tras su nacimiento no llega al 21%. ¿Puede haber prueba más definitiva sobre la ausencia del Estado? La explicación está clara: la gente no se registra porque nada bueno pueden obtener por hacerlo a lo largo de toda su vida, y el Estado no muestra demasiado interés en que la gente lo haga porque nada interesante puede obtener de los pobres e ignorantes que nacen y viven en los puebluchos inaccesibles del altiplano andino. El Estado, allí, es para los poderosos y no para los indígenas incultos que arrastran vidas miserables. Tan miserables son que con el fruto de ellas no pueden pagar impuestos pues no obtienen ni lo suficiente para sobrevivir dignamente. El Estado, en fin, y la mayoría de la gente, viviendo de espaldas.

Cuando se vive permanentemente de espaldas es difícil encontrarse alguna vez. Ni mirarse a la cara. Vivimos en nuestro país de espaldas a la realidad del mundo y, muy especialmente, a la de América Latina. Por eso nos reímos a mandíbula batiente y hacemos bromas cuando un dirigente indígena acude a entrevistarse con el presidente del Gobierno o con el Jefe del Estado vistiendo una maravillosa chompa de rayas. Somos tan arrogantes desde el punto de vista cultural que cualquier otra indumentaria que no sea la americana y la corbata no nos parece digna ni, por supuesto, adecuada al protocolo. Nos cuesta entender que haya expresiones culturales profundas y legítimas de otros pueblos tan dignas y tan merecedoras de respeto y consideración como la nuestra, aunque no procedan de la cultura occidental dominante. Tan de espaldas vivimos a la realidad del mundo, y muy especialmente a la de Latinoamérica, que tampoco somos capaces de entender los procesos políticos que allí se están produciendo ni la absoluta necesidad de cambio que reclaman los pueblos de aquél continente.

Desde nuestra ignorancia nos reímos de la chompa colorida del dirigente boliviano no sólo porque es una expresión de otra cultura, sin duda, pensamos, inferior a la nuestra, si no también porque la lleva puesta un indígena, es decir un individuo, creemos, poco cultivado, que procede de extracción humilde, que no se ha formado como político en la escuela de Chicago si no en la batalla sindical de la lucha campesina y, sobre todo, que no representa a la minoría que detenta el poder económico del país. Y, hay que reconocerlo, esos planteamientos se tienen tanto desde la derecha como desde la izquierda en nuestro país.

Durante siglos Bolivia ha gozado de los frutos de las hazañas políticas y económicas de una hermosa orla de dirigentes con corbata, descendientes de europeos o mestizos, pertenecientes por tanto a la minoría no indígena del país que representa menos de un 30% de la población, y que ha convertido a ese país en un erial que se cuenta entre los más pobres de América (después de Haití que es, como se sabe, un país africano trasplantado por error en el Caribe). Un país, como el andino, que, repleto de recursos naturales y a las órdenes seculares de presidentes encorbatados, ha conseguido que más de la mitad de la riqueza esté en manos de menos de un 20% de la población, mientras que casi la mitad de los bolivianos, los más pobres, tan sólo posean un 13% de la misma. Es injusto pensar que los dirigentes con corbata no trabajan: históricamente lo han hecho, y mucho, para conseguir que la mayor parte del pastel se quede en pocas manos, para que los niños invisibles lo sigan siendo, para engordar el bolsillo de las compañías extranjeras que extraen los recursos nacionales, para construir una sociedad injusta donde las haya y para, en el colmo de la desesperación, provocar que la inofensiva mayoría quechua y aimará salga a la calle un día sí y otro también a tumbar gobiernos de manera pacífica con el ánimo de poner freno al expolio nacional.

Todo está bien, dentro de lo que cabe, hasta que alguien llega con la chompa de rayas a la Moncloa. Si no fuéramos tan incultos sabríamos que esa chompa es una prenda exquisita fabricada generalmente por madres y hermanas con lana de llama, alpaca o de otro camélido del altiplano, de gran valor material y aún más simbólico, y la indumentaria elegante y protocololaria más delicada que puede llevar un indígena de un país andino. Se le descalifica sin más y casi ni se le concede el derecho a demostrar que quizás sea posible hacer otras políticas en aquél país pensando más en la gente que lleva chompas, esto es, en la mayoría de la gente, que en los bolsillos de los que llevan corbata. No se le concede ni el beneficio de la duda por mucho que haya sido elegido de manera impecablemente democrática. Porque en esto, como en lo cultural, tenemos cierta tendencia a ser demócratas sólo cuando los que ganan son los que nos gustan.

Si las estadísticas no mienten y la biografía de Evo Morales tampoco, el Presidente de Bolivia fue un niño invisible más. No sólo porque seguramente no se inscribió en el registro, y por lo tanto no constó como persona a efectos públicos y administrativos hasta que inició su carrera política y sindical, sino también porque como tantos otros indígenas tuvo que trabajar desde niño. La invisibilidad es un concepto que tiene que ver con la falta de protección de los niños y las niñas. Desaparecen de los ojos de la gente cuando no se registran porque no existen para los efectos administrativos, y por lo tanto, carecen de derecho a recibir ningún servicio básico que preste el Estado, si es que lo hiciera (educación, salud, etc), pero tampoco se les ve cuando asumen funciones propias de los adultos en edad temprana, perdiendo así el derecho a la protección que debe brindarle su propia familia. Según la UNICEF (ver el informe sobre la Situación de la Infancia en el Mundo en el año 2005, disponible en la web en la dirección http://www.unicef.org/) un 21% de los niños entre 5 y 14 años trabaja en Bolivia, aumentando esta proporción en las zonas rurales y entre la población indígena. Se invisibilizan también cuando se casan precozmente y en Bolivia esto le ocurre al 26% de las chicas menores de 18 años. En el mundo en desarrollo se casan antes de la mayoría de edad una de cada tres niñas, y en los países más pobres de ese mundo esta relación es de una de cada dos niñas. El alcance de esta interrupción precoz de la adolescencia se comprende en toda su magnitud cuando consideramos, además, que si se embarazan antes de los 15 años, circunstancia muy frecuente en los países en que se dan situaciones de gran precariedad, tienen cinco veces más probabilidad de morir durante el embarazo o el parto que una muchacha de 20 años.

En el país de donde procede el dirigente cocalero una de cada 47 mujeres morirá a lo largo de su vida fértil por motivo de la maternidad, cuando en los países más desarrollados esta probabilidad es casi 100 veces menor (una de cada 4.000 mujeres).
Por cada 100 niños que no van a la escuela primaria en el mundo, hay 117 niñas que no lo hacen, debido a la discriminación de género. La realidad en la actualidad es que más de 40 países no han logrado alcanzar el Objetivo de Desarrollo del Milenio relativo a la igualdad entre géneros en la escuela primaria, fijado para 2005. El género desempeña también una importante función a la hora de limitar el acceso de la mujer a la atención básica de salud, lo que aumenta el riesgo de las madres y de los niños a morir debido a causas que se pueden evitar.

La discriminación, por tanto, determina exclusión e invisibilidad de la infancia de manera clara, y esta situación se da también en relación al origen étnico: casi 900 millones de personas en el mundo pertenecen a grupos que sufren desventajas como resultado de su identidad. Como se dijo los niños y niñas indígenas tienen menos posibilidad de que se inscriba su nacimiento, con más frecuencia presentarán mala salud en su vida, la probabilidad de ser matriculados en la escuela será menor que la de otros niños y niñas, y mayor la de ser víctimas de violencia, de malos tratos y de explotación.

Ciento ochenta años de gobiernos encorbatados tras la independencia no han sido suficientes para conseguir que, en Bolivia, el Estado pague las vacunas necesarias para evitar la gran mortandad de niños y niñas por enfermedades evitables: casi un 70% de ellas deben ser sufragadas de su propio bolsillo por la gente. Tampoco han servido para que disfruten de letrinas en condiciones más de un 23 % de la población, o para que reciban un tratamiento sencillo y adecuado para combatir la diarrea (problema que causa una gran mortalidad en aquél país y que está en relación con la falta de letrinas adecuadas) más de la mitad de los niños y niñas que la sufren en algún momento. Uno de cada 17 niños en Bolivia no llegará a cumplir el primer año de vida, y uno de cada 14 no cumplirá los cinco. Más de quinientos años de colonización española y de gobiernos trajeados no han sido suficiente como para modificar la obstinada realidad consistente en que allí, como en la mayoría de los países con bajos niveles de desarrollo, los niños y las niñas más pobres tengan, por lo menos, el doble de riesgo de morir antes de los cinco años que los niños y niñas de los hogares más rico.

El fracaso de las clases dirigentes al estilo tradicional y el fiasco que reflejan esas cifras ha sido tal que merece la pena que un indígena, un campesino de ademanes rudos, un hombre que fue un niño invisible más de los que se cuentan por miles en su país, intente cambiar las estructuras que perpetúan esa injusticia histórica. Sobre todo porque no lo hemos decidido nosotros, ni las multinacionales petroleras, sino su propio pueblo.

Aunque en nuestra mentalidad, algo canija y llena de complejos, de miembros preeminentes de la cultura hegemónica, nos chirríe hasta el infinito su vistosa chompa de vicuña entre nuestras rancias corbatas de seda.


José Manuel Díaz Olalla
(Publicado en la Revista "Temas para el Debate", Nº 135, Feb 2006, pags 13-16)



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