domingo, 16 de diciembre de 2007

EN EL MERIDIANO DE LOS OBJETIVOS DEL MILENIO





En la Asamblea General de Naciones Unidas celebrada en Nueva York en el año 2000, 189 países suscribieron la Declaración del Milenio, por la que se comprometían a alcanzar antes de 2015 un conjunto de Objetivos de Desarrollo (ODM) que afectan al bienestar de la humanidad en su conjunto. Con tan noble fin declararon estar dispuestos a no escatimar ningún esfuerzo, en la seguridad de que tal iniciativa contribuiría a “liberar a nuestros semejantes de las condiciones abyectas y deshumanizadoras de la pobreza extrema” y alcanzar el más apremiante de los anhelos humanos: un mundo sin pobreza y libre de la aflicción que ésta genera.

Aunque no es la primera vez que la comunidad internacional define compromisos compartidos, como fue el caso del programa Salud Para Todos en el año 2000, impulsado en los años 70 y cuyos resultados fueron muy dispares en todo el mundo, el amplio respaldo obtenido por los ODM apunta mayores probabilidades de éxito. Una de sus principales fortalezas reside en el fuerte consenso obtenido en torno a unas conquistas sociales que se consideran irrenunciables, y que la comunidad internacional se compromete a hacer realidad, contribuyendo a definir una incipiente carta de ciudadanía asociada a las personas –con independencia de su lugar de origen, credo, raza o sexo– en la que se concibe el desarrollo como un derecho humano.

En realidad los 8 ODM mantienen, en su abordaje global contra la pobreza, una coherencia asombrosa a la luz del conocimiento científico que se tiene hoy en día sobre el desarrollo humano. Éste abarca mucho más que los ODM, aunque ellos constituyen un referente crucial para medir el progreso hacia la creación de un nuevo orden mundial más justo y seguro. Tal es el grado de imbricación entre unos y otros objetivos que, en la práctica, es imposible avanzar en unos sin progresar en los demás. Así, lograr la enseñanza primaria universal (objetivo 2) significa, sobre todo, mejorar el acceso a la escuela de las niñas, promoviendo la igualdad entre sexos y la autonomía de la mujer (objetivo 3). Las niñas con educación se casan más tarde, lo que influye en que tengan menos hijos y a intervalos más regulares, soliciten atención médica antes –tanto para ellas, como para sus hijos– y proporcionen mejor alimentación y atención a sus niños y a ellas mismas. Todo ello aumenta las posibilidades de supervivencia infantil (objetivo 4) y de supervivencia materna (objetivo 5). A nivel de la comunidad, se reduce la fecundidad general y se avanza hacia la transición demográfica, mejora la educación y el aprendizaje de los niños y ambos asuntos repercuten en una clara disminución de su vulnerabilidad, ayudándoles a combatir enfermedades como el SIDA, el paludismo y la tuberculosis (objetivo 6). Diferentes estudios nos revelan que este empoderamiento de la mujer a través de la educación es un arma de gran alcance contra el hambre y la pobreza extrema (objetivo 1). En todo caso estos avances deben impulsarse a través del fomento de una asociación mundial para el desarrollo (objetivo 8) e inscribirse en políticas que garanticen la sostenibilidad medioambiental (objetivo 7).





Desde las páginas de TEMAS queremos preguntarnos si los ODM resultan alcanzables en el plazo temporal acordado. Aunque se trata de un conjunto esperanzado de objetivos, no son tan ambiciosos como buena parte de la humanidad demanda, pretendiéndose una “reducción” –y no la erradicación– de la pobreza en el mundo. Así, para algunos países las metas plasmadas significan anhelos demasiado cortos, pudiendo limitar, paradójicamente, logros más ambiciosos, posibles y potencialmente alcanzables. En todo caso, la consecución de los Objetivos dependerá de factores relevantes de contexto, cuya concurrencia no queda garantizada, tales como el ritmo y la calidad del crecimiento que experimenten los países en desarrollo en los próximos años, la dimensión y la calidad de la ayuda que movilice la comunidad internacional, y los cambios que se hagan en el entorno internacional y en el sistema de relaciones para ampliar las oportunidades de progreso del mundo en desarrollo.

La experiencia vivida en los 7 últimos años de cooperación internacional al amparo de los ODM arroja avances notables a nivel global, como la reducción en la pobreza y el hambre, y el acceso al saneamiento. No obstante, el grado de consecución de los objetivos ofrece un balance con claroscuros, en el que los avances se distribuyen de manera preocupantemente desigual entres las distintas regiones: así, sólo una de las 8 regiones geográficas del mundo –Asia oriental– está en camino de cumplir todos los ODM; el resto avanza de manera dispar hacia la consecución de algunos objetivos y, en concreto, África subsahariana no parece encaminarse a cumplir ninguno. Por tanto queda pendiente un largo camino por recorrer para dar cumplimiento, de manera “equilibrada”, a los ODM. A mitad de periodo, continúan muriendo cada año más de medio millón de mujeres por complicaciones prevenibles o tratables durante el embarazo o el parto, se incrementa el número de víctimas de SIDA, y se agrava el cambio climático. O, en definitiva, para 2015 se prevé que resten más de 30 millones de niños hambrientos y 600 millones de personas sin acceso a servicios sanitarios básicos.

En buena parte, este frustrante ritmo de consecución de los Objetivos responde a las limitaciones que entrañan como referentes de una agenda internacional de desarrollo: en primer lugar, pueden simplificar en exceso el objetivo final del desarrollo, entendido como un proceso complejo en el que los logros en un determinado ámbito tienen que acompasarse con realizaciones en otros para hacer sostenible el desarrollo. En segundo lugar, los ODM responden a una estrategia especialmente concebida para los países más pobres, que presentan carencias extremas, pero no tanto para los países de desarrollo intermedio (como Latinoamérica o el norte de África), que conforman buena parte del mundo en desarrollo. En tercer lugar, no es posible evaluar la contribución de un país donante concreto a la consecución de los ODM, tan sólo el balance conjunto de la comunidad internacional, lo cual restringe su utilidad como criterio de evaluación de las actuaciones de los donantes, en un contexto en el que estos actúan con importantes márgenes de discrecionalidad. En cuarto lugar, la necesidad de ampliar la ayuda oficial al desarrollo ha acaparado buena parte de los debates, limitándose en ocasiones a una discusión de cifras. Aunque dicha ampliación es necesaria, resulta aun más determinante impulsar un sistema de relaciones internacionales más justo y sostenible. Finalmente, los ODM carecen de un sistema de incentivos adecuado para su financiación: si bien se fijaron metas de desarrollo cuantificables, de cuyo cumplimiento son co-responsales tanto los países donantes, como los receptores, la Declaración del Milenio no incluyó los compromisos necesarios para financiar los Objetivos acordados. Para este fin hubo de celebrarse dos años después la Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo, en la que los donantes más grandes (EEUU y Japón) no accedieron a establecer compromisos significativos de ayuda. Con todo, se han creado los objetivos de desarrollo, pero no los incentivos para garantizar su cumplimiento.

Lo cierto es que el mundo no quiere más promesas. Ahora resulta fundamental que todas las partes implicadas cumplan en su totalidad los compromisos ya formulados. Debemos entender que está en juego la confianza del sistema de cooperación internacional y que se corre el peligro de que las esperanzas de muchos pueblos del Sur queden irremediablemente frustradas si esta campaña contra la pobreza –la mayor de la historia– resulta insuficiente para “aliviar” la situación actual. En el meridiano temporal de los ODM, da la impresión de que los primeros años del Milenio no se han aprovechado como debieran. En los 8 años venideros habrá que redoblar los esfuerzos, si no se quiere postergar para las generaciones futuras el compromiso de cumplir estos objetivos irrenunciables de desarrollo.


Revista Temas para el Debate, Editorial del Nº 157, Diciembre de 2007

sábado, 15 de diciembre de 2007

MEJORAR LA SALUD DE LAS MADRES Y LOS NIÑOS EN EL MUNDO


En el año 2000, 189 países, ante los importantes niveles de desigualdad e injusticia alcanzados en el orbe y “…considerando la necesidad de una acción urgente por parte de todos los gobiernos, de todo el personal de salud y de cooperación al desarrollo, y de la comunidad mundial para proteger y promover la salud de todos los pueblos, elaboraron una declaración…” en la que se comprometieron ante Naciones Unidas a hacer todos los esfuerzos que fueran necesarios para, entre otros objetivos, reducir en dos terceras partes la mortalidad de los niños menores de cinco años y en tres cuartas partes la de mujeres que fallecen en el mundo por motivo del embarazo, el parto y los problemas derivados del alumbramiento, todo ello antes de alcanzar el año 2015.

Hablamos de los llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio. Y aunque parece una novedosa iniciativa, el mundo ha desarrollado estrategias conjuntas como esta en otras ocasiones. En realidad la referencia que aparece entrecomillada más arriba no figura en la aludida Declaración del Milenio del año 2000. Está escrita en 1978 y aparece en el preámbulo de otra declaración histórica, la que se llamó Atención Primaria de Salud, que fue suscrita por todos los países del mundo en Alma Ata (Kazajstán), dando pié a la formulación de unos objetivos de salud y desarrollo mundial que han pasado a los anales de la Historia de la Humanidad con el nombre de Salud Para Todos en el año 2000. Merece la pena aquí, por tanto, reflexionar sobre la marcha del mundo una vez que hemos convenido que la misma justificación que encontraron los países para concertar acuerdos mundiales en materia de atención urgente al desarrollo y la salud, así como en la lucha global contra la pobreza, podría ser usada a discreción hoy como lo fue hace 30 años.

No obstante es cierto que, en general, todos los países han avanzado de manera clara en estos últimos treinta años en materia de salud y desarrollo. Y no es menos cierto que unos han progresado mucho más que otros. E incluso, dentro de cada país, algunos grupos sociales han experimentado los beneficios del desarrollo infinitamente más que los demás. El resumen de ello es que, aunque todos adelantan, la brecha que separa a unos de otros se hace cada vez más profunda. Por lo tanto nadie puede vivir de espaldas al hecho de que los Objetivos del Milenio hablan, sobre todo, de anhelos que deben alcanzar, en justicia, los países y los grupos sociales más infortunados.

Así lo demuestran datos como que la esperanza de vida al nacer en 1955 para todo el mundo era de 48 años, en 1970 de 59 años, en 1995 de 65 años y en el 2025 será de 73 años. A pesar de ello 300 millones de seres humanos viven en 16 países que han visto disminuir esa esperanza de vida en los últimos veinte años. Las diferencias son elocuentes en datos de hoy: la expectativa vital en los países de renta elevada es de 78 años, mientras que en los menos desarrollados es de 51, y sólo de 40 en algunos países africanos castigados por el SIDA.

La mortalidad de los niños ha sido históricamente un lastre para el desarrollo y el bienestar de los pueblos. Sabemos que en 1955 el 40% de todas las muertes mundiales ocurrían en menores de 5 años. Hoy se ha reducido a un 21% y en el año 2025 no superará el 8%. A pesar de tan buenas expectativas en ese futuro año se registrarán previsiblemente 5 millones de muertes entre menores de 5 años de las que el 97% ocurrirá en países no desarrollados y mayoritariamente por problemas evitables como las infecciones y la malnutrición. Es decir que, de ellos, unos 2 millones no morirían si se les aplicaran las vacunas existentes y la mayoría de los restantes seguirían viviendo si tuvieran la suerte de ser objeto de sencillas medidas de prevención de algunas enfermedades frecuentes y, en nuestro medio, leves.

Por cada 1.000 niños nacidos en los países ricos, 7 mueren antes de su quinto cumpleaños, mientras que por 1.000 nacimientos en los países más pobres son 155 los que fallecen antes de alcanzar esa temprana edad. Y no se trata sólo de tragedias humanas, con ser estas terribles, si no también económicas pues esta injusticia reduce las posibilidades de crecimiento de las comunidades y los países y sume a los pueblos en la miseria. La auténtica dimensión de esta desigualdad que afecta a los niños es también muy llamativa dentro de cada país: en la mayoría de los que experimentaron una reducción considerable de la mortalidad infantil en los últimos años en el mundo las más llamativas mejorías se observaron entre los que habían nacido en el 40% de las familias más ricas, o en áreas urbanas, o en aquellos cuyas madres habían recibido algún tipo de formación.

Todo ello a pesar de las evidencias comentadas de que la muerte y la enfermedad pueden reducirse en el mundo con rapidez con intervenciones selectivas en programas de salud pública. La falta de progreso en la supervivencia infantil es un claro reflejo de la negligencia de muchos servicios de asistencia sanitaria básica en ciertos países en desarrollo. Por tanto, y al atravesar este ecuador de los Objetivos del Milenio, podemos afirmar que África subsahariana, Asia meridional, algunos países de la antigua Unión Soviética y Oceanía necesitan acelerar la tímida mejoría que han experimentado con rapidez para conseguir cumplir lo esperado en 2015.

Pero resulta aún más sorprendente y alarmante el auténtico estancamiento al que han llegado en todo el mundo las cifras de mortalidad de las mujeres por motivos relacionados con la maternidad (mortalidad materna), en especial si consideramos que, entre todos, es uno de los aspectos de la salud que mejor responde a la intervención sanitaria. Es decir, que una gran parte de las mujeres que fallecen por estas causas evitaría ese fatal desenlace si tuviera a su alcance alguna asistencia sanitaria aunque fuera rudimentaria. El progreso en este tema es tan exiguo que sabemos que en 2005 murieron en el mundo 536.000 mujeres por estos motivos, mientras que en 1990 lo habían hecho 576.000. El 99% de estas muertes ocurren en países en desarrollo, y más de la mitad de ellas en África Subsahariana. En esta región del mundo y en Asia meridional se registra el 86% de toda la mortalidad por esta causa.

En realidad la auténtica dimensión del problema queda representada de manera inapelable al comprender que, con seguridad aritmética, hoy en día 1 de cada 26 niñas de 15 años morirá por este “empeño” de tener hijos a lo largo de su vida en África. En Níger lo hará 1 de cada 7. En los países desarrollados tan sólo 1 de cada 7.300. Para evitar esta terrible situación es necesario que las mujeres tengan acceso universal a servicios de salud reproductiva y sexual, incluida la planificación familiar ya que una gran parte de esos embarazos que tienen un final infausto no fueron deseados por ellas. Pero, y como ocurre con cualquier área del progreso, se requieren además mejoras en otros ámbitos pues, por ejemplo, para que esos servicios de atención funcionen y sean capaces de cumplir su importantísima misión deben existir también transportes públicos, con objeto de que las mujeres puedan acudir a urgencias cuando lo necesiten, y deben haber recibido educación, ya que así sabrán reconocer las circunstancias en las que deben pedir ayuda. Como siempre y para todos los avances humanos el beneficio llegará de la mano de un proceso de mejora interdisciplinaria y no sólo de la parcela sanitaria.

La desigualdad social interna es evidente también en la mortalidad materna: según algunas encuestas realizadas entre 1996 y 2005 en 57 países en desarrollo, el 81% de las mujeres en entornos urbanos pudo parir con la ayuda de un asistente sanitario cualificado, mientras que esa suerte sólo la tuvo un 49% de las mujeres que vivían en una zona rural. De igual modo un 84% de las mujeres que habían completado la educación secundaria o estudios superiores recibieron esa asistencia cualificada, más del doble del índice que registraron las madres sin una educación formal. Alcanzar este objetivo de salud de las mujeres, como se ha dicho, es sencillo. A pesar de ello muy probablemente en África al sur del Sahara y en Asía meridional no se alcanzará en 2015.

Los pobres mueren hoy en el mundo de causas conocidas e identificables y en gran parte prevenibles y tratables de forma barata. Por lo tanto la muerte y las enfermedades de los pobres no son inevitables. Como recientemente recordaba Jeffrey Sachs (“El País”, 3 de Septiembre de 2007) se ha demostrado que los países pobres pueden poner en marcha programas de salud pública eficaces cuando se les ayuda. Por ello es posible que todos, ricos y pobres, tengamos acceso a servicios de salud de calidad: se lograría tan sólo con que los países ricos dedicaran el 0,1% de su renta a este fin. Esa aportación, acompañada de la mejora de la administración y la puesta en marcha de medidas de redistribución de la riqueza en los países receptores, se vislumbran como iniciativas de capital importancia para alcanzar los Objetivos del Milenio en 2015.

Pero nada de ello tendría un auténtico impacto en la salud de madres y niños en el mundo si no se avanzase también en cambios estructurales que afecten a las políticas económicas internacionales. Poco se progresaría si, por ejemplo, no se abandonaran definitivamente esas tendencias de modernidad liberal mal entendida que buscan, en cuestiones básicas como el abastecimiento de agua o los servicios de salud, una privatización que sólo favorece a los ricos y poderosos y condena a los más necesitados a seguir muriendo y soportando niveles intolerables de enfermedad por los siglos de los siglos.



José Manuel Díaz Olalla, Médico Cooperante
Publicado en la revista Temas para el Debate,
nº 157, Diciembre de 2007

sábado, 1 de diciembre de 2007

QUÉ NOS DICE EL INFORME DE DESARROLLO HUMANO 2007-2008





A finales de Noviembre de 2007 se dio a conocer el Informe de Desarrollo Humano 2007-2008. Se trata de un análisis de la realidad mundial que elabora, con periodicidad anual y desde 1990, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). El de reciente aparición se dedica a “La lucha contra el cambio climático”. En él se concluye que el mundo debe centrarse en aquellos impactos de este cambio que podrían producir reveses sin precedentes en aspectos tales como la reducción de la pobreza, la salud y la educación. El mundo avanza a un punto de inflexión que podría atrapar de forma irreversible a los ciudadanos más vulnerables de los países pobres (un 40% de la humanidad, lo que significa unos 2.600 millones de personas) enfrentándoles a la malnutrición, la escasez de agua, amenazas ecológicas y pérdidas de sus medios de sustento. Lo más llamativo e injusto de esta predicción es que sean los países que menos contribuyen al cambio climático global, precisamente por su escaso desarrollo, los que van a tener que enfrentar los costos humanos más graves e inmediatos.
El Índice de Desarrollo Humano (IDH) se calcula en estos informes para todos los países del mundo. Para su obtención se cuantifican y ponderan indicadores de salud, de educación y de renta. En el reciente informe, en el que se han estudiado 177 países, Islandia se sitúa a la cabeza del desarrollo mundial , seguido de Noruega, quien ocupaba la primera posición en años anteriores. A continuación figuran Australia, Canadá e Irlanda. El examen minucioso de los indicadores que componen el IDH nos revela en qué aspectos del desarrollo cada país acumula mayor proporción de su éxito y, también, de su fracaso.

Una de las novedades más llamativas de este nuevo informe es el avance de España en este ranking: ascendió seis plazas respecto al informe del año 2006, pasando del puesto 19º al 13º, inmediatamente después de Estados Unidos. Lejos de deducciones triunfalistas debemos reconocer que la desaparición física de una parte de la población anciana en España, con bajos niveles de instrucción debidos a las penurias que históricamente hubieron de vivir, justifica en parte estos avances, como se comprende algo ficticios, ya que parece ser la disminución de la proporción de analfabetos el factor que más incidió en el progreso final del indicador global de desarrollo.
A pesar de que España avanza adecuadamente en riqueza seguimos siendo uno de los países de alto nivel de desarrollo que mayor pobreza registra (12,5% según el indicador combinado de pobreza que aporta este informe -IPH2-). El alto nivel de desigualdad que ostentamos de manera estable (el 10% más rico de la población acumula 10 veces más que el 10% más pobre) no habla muy bien de políticas que deberían primar a los más desfavorecidos en el reparto de beneficios sociales, y que no lo hacen. El bajo gasto público que realizamos en sanidad (5,5% del PIB) o en educación (4,5%), entre los más bajos de los países más desarrollados, alertan sobre la necesidad de ahondar con más energía en ciertas políticas públicas equitativas.
Al otro lado de la tabla, en la realidad opuesta del mundo en que vivimos, se sitúan los países con más bajo nivel de desarrollo, todos pertenecientes a África Subsahariana, con Sierra Leona en el último lugar. Registran según el IDH un déficit de un 65% (IDH de 0,35) respecto al desarrollo máximo que es posible alcanzar en la actualidad, mientras que España, por ejemplo, muestra un déficit sobre ese máximo ideal de apenas un 5% (IDH de 0.95).
El abismo, de nuevo, entre el mundo opulento y el que subsiste en niveles intolerables de privación resalta en este interesante análisis como un aldabonazo a la conciencia común. Buscar soluciones a estas diferencias sería la mejor aportación de estos informes como herramientas destinadas a conseguir el bienestar colectivo.





José Manuel Díaz Olalla,
Médico Cooperante




(Publicado en la página web de la Fundación Sistema, Diciembre de 2007)
http://www.fundacionsistema.com/NewsDetail.aspx?id=691