viernes, 1 de septiembre de 2006

LÍBANO: LA TRAGEDIA REPETIDA

Hace diez años visitamos una pequeña aldea del Sur del Líbano, llamada Qana. Unos días antes de nuestra llegada algo terrible había ocurrido allí: la artillería israelí había bombardeado un refugio de las Naciones Unidas acabando con la vida de 106 civiles (hombres, mujeres y niños) y de tres cascos azules. En el momento en que los dos proyectiles de 155 mm hicieron blanco de forma certera en el patio del refugio se encontraban dentro más de 600 personas de aldeas próximas que habían acudido allí huyendo del feroz castigo que el ejército israelí estaba infringiendo desde hacía varios días en toda la zona. Alguno de los 160 heridos con los que pudimos hablar días después en el hospital Al Najar de Tiro nos relataban que cuando ocurrió la tragedia estaban tranquilos los que allí se encontraban. Se creían, allí, a salvo. A pesar de las incomodidades que soportaban porque el lugar estaba desbordado y había sido necesario habilitar unos contenedores metálicos en un patio para que cumplieran la función de techo de muchos de ellos, consideraban que aquél lugar era seguro. 18 años de hostilidades mantenidas desde la ocupación del Sur del Líbano por parte de Israel habían conseguido hacerles vivir con cierta normalidad aquélla situación permanentemente extrema.
Estaban tranquilos, sobre todo y según nos manifestaron después, porque el lugar era conocido por los contendientes como zona de refugio de civiles y, las enormes banderas de Naciones Unidas que ondeaban junto a la puerta y el esperpéntico torreón del edificio dominaban toda la llanura hasta que se perdía la vista mucho más allá de las líneas enemigas. En medio de aquélla paz contenida de una rara tarde primaveral un cohete katyusha fue lanzado desde una posición de la guerrilla Hezbolá situada a más de 300 metros del refugio contra las posiciones israelíes. A partir de ese momento las versiones eran confusas. Es posible que quienes lanzaron el cohete se refugiaran, a la carrera, en el recinto de Naciones Unidas. En todo caso el castigo fue brutal, y la muerte de inocentes injustificable.
Ese episodio, que ha pasado ya a los anales de la barbaridad humana con el nombre de la masacre de Qana, se vio aliñado en días posteriores por todo tipo de declaraciones de esas que se escuchan cuando habla la diplomacia. No sabemos muy bien por qué no suele hablar antes de que ocurran. En todo caso nada imprevisible: Israel “lamenta” (observen la diplomacia) la muerte de civiles pero se niega a admitir su responsabilidad, primero, o declara que fue un error lamentable, después. Lamente o no, asigna toda la responsabilidad por lo ocurrido a Hezbolá por “utilizar a la población civil como escudos humanos (sic)”. Un informe de Naciones Unidas y de diferentes organizaciones independientes afirmaba, poco después, que no pudo ser tal el error sino más bien un acto deliberado de guerra bien calculado y planificado. Ante este informe, Estados Unidos e Israel, se declaran ofendidos tachándolo de “producto de una mente retorcida (sic)” y advierten a la comunidad internacional que dichas afirmaciones “no contribuyen a crear un clima de paz (sic)” (en ocasiones de la diplomacia al cinismo hay que recorrer un tramo más bien escuálido), etc, etc.
Todo lo que precede se parece como dos gotas de agua idénticas al episodio ocurrido en la misma aldea del Sur del Líbano, Qana, el 30 de Julio del presente año con el resultado de 54 muertos de los que unos 27 eran niños, y 15 de ellos, además, discapacitados. Juzguen si no: relatan las crónicas que la gente se había refugiado en el sótano de un edificio (sin duda los refugios de Naciones Unidas dejaron de parecerles lugares seguros) que fue bombardeado durante más de dos horas hasta que lograron destruirlo por completo. 63 personas malvivían desde hacía algunos días en ese sótano para protegerse del fuego israelí. Nadie duda que este hecho debía ser conocido por el ejército israelí que observaba la zona permanentemente con aviones espías y otros medios sofisticados, y la gente allí refugiada salía del edificio en ocasiones a abastecerse y asearse. Israel se negó a reconocer que se trataba de un error, al principio, y, más tarde, se exculpó afirmando que aquél lugar era un nido de terroristas. Las fotos de los supuestos terroristas muertos, la mayoría niños menores de 10 años y sus madres, salpicaban cruentamente el sepia de todos los diarios del mundo a la mañana siguiente mientras el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, tras recibir el aviso de veto de Estados Unidos, se limitó a lamentar la muerte de civiles aunque se abstuvo de condenar la acción de Israel … etc, etc
Hay noticias que tienden a repetirse, cíclicas, cada cierto tiempo de manera sorprendente. Rayan tanto la irrealidad que parecen calcadas las unas de las otras. Hay barbaries que, como ocurre en este caso, hasta suceden en el mismo lugar sin que nadie se pare a pensar cómo puede ser posible. De qué naturaleza deben ser los supervivientes para continuar allí a esperar el siguiente fogonazo. No es absurdo pensar que, en casos como este, las mismas noticias de prensa pueden reeditarse, cambiando tan solo la fecha y el rostro de las víctimas. Se pueden conservar hasta los titulares sin que la mayoría de los lectores puedan notar el trueque. Algunas de la crónicas escritas hace 10 años por Juan Carlos Gumucio (tristemente ya fallecido) para El País desde su hotel de Beirut sería posible ahora rescatarlas de la hemeroteca y reeditarlas sin más. Se trata de una prueba más de que los errores humanos no se enmiendan y de que el avance de las más mínimas normas de aprecio y respeto a los derechos de los seres humanos es una utopía en algunas zonas del mundo. Y una evidencia de que los conflictos se estancan y la diplomacia sigue hablando tarde y mal.
En el primer cuarto del siglo XX, las guerras arrojaban una relación entre fallecidos militares y civiles era de 8 a 1. En las guerras modernas (esas que podemos ver tranquilamente en el televisor de nuestra casa mientras terminamos el postre o recogemos la mesa) mueren 3 civiles por cada militar que lo hace. Sin duda otra prueba evidente más del retroceso humano: nadie debe morir por motivo de una guerra, pero menos que nadie los inocentes y la población que tan solo sufre, desamparada, el rigor que imponen, con sus armas mortíferas, los contendientes.
Al hilo de la atrocidad más reciente de las relatadas, Cruz Roja, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y el ACNUR han denunciado que en este último episodio de ataque israelí al Líbano (que ha costado más de mil muertos) no se ha respetado las normas más elementales del derecho humanitario internacional, y se han despreciado de manera olímpica la vida, los derechos y las propiedades de los civiles. Por ello reclaman que sean catalogadas estas acciones como crímenes de guerra y que sean juzgados por ello los responsables de uno y otro bando.
El prestigio de Hezbolá entre la población libanesa y en los demás países árabes es grande y ha crecido tras el reciente enfrentamiento. Y no sólo porque, a los ojos de muchos, haya defendido al Líbano de la agresión. Sino también (o quizás debiéramos decir “sobretodo”) porque la ausencia de protección social derivada de la falta de Estado es suplida de manera exitosa por esta organización. Una lección que no conviene dejar al márgen, máxime si comprendemos que las redes sociales que este tipo de organizaciones establecen son las herramientas más poderosas que tienen para infiltrarse entre la población y ganar, permanentemente adeptos a su causa.
Es necesario apagar este polvorín que es Oriente Próximo. Es preciso hacer los esfuerzos necesarios para proteger, de una vez, a la población civil de las agresiones de todas las partes. Estados Unidos e Israel deben entender que no puede valer todo en su supuesta batalla contra el terrorismo. De otra manera el efecto que consiguen es exactamente el contrario que el que desean. Israel ha dado otro paso al frente hacia la dilapidación del capital de simpatía que se supo grangear en otra época entre una gran parte de los pueblos del mundo. De nuevo, Israel exhibe su faz más monstruosa: la de un Estado belicista basado en el principio de que la vida de uno de los suyos debe ser vengada con la de un millar de árabes, y poco importa si entre ellos hay niños, mujeres y ancianos, como los civiles salvajemente eliminados en Qana en Julio de este año y en el mes de Abril de hace diez años. Con frecuencia las autoridades israelíes se quejan de que se “banalice” el holocausto judío. Lo hacen sobre todo ellas cuando justifican, con aquél horror, el supuesto derecho que ahora se arrogan contra la vida y la seguridad de otros pueblos. Las imágenes de los rostros ensangrentados y los cuerpos reventados de los niños libaneses alcanzados por los cañones israelíes son un intolerable ejemplo de crímenes de guerra. Que un Ejército regular, posiblemente uno de los mejores del mundo, enviado a tierra extranjera por un gobierno democrático, cometa ese tipo de errores debiera provocar una exigencia universal de responsabilidades.
En aquél viaje que realizamos en el año 1996 al centro del horror nos acompañaban dos hombres extraordinarios de los que aprendimos mucho: Enrique LLácer y Luis Valtueña. El primero fallecería después en accidente en Perú en una misión de Naciones Unidas. El otro, Luis, al que vimos emocionarse tan vívamente en el hipódromo romano de Tiro el primero de Mayo de aquél año durante el entierro de las víctimas de la primera masacre de Qana, era un enamorado de la causa de aquél pueblo, y supo, durante aquéllos días de constatación de la barbaridad, enseñarnos toda la grandeza del mismo. Luis sería asesinado 8 meses después mientras realizaba una misión de cooperación en Ruanda, junto al medico Manuel Madrazo y a la enfermera Flors Sirera. Los mataron unos asesinos que, tanto aquí como allá, siembran el mundo de dolor por la creencia que profesan de que lo mejor que pueden hacer para que sus crímenes queden impunes es eliminar a los que pueden dar testimonio de sus atrocidades.
Entonces no supimos que aquél viaje no era sino el primer acto de otra tragedia presentida y brutal. El horror ha vuelto a Qana diez años después. Nosotros, que lo podemos contar, hemos vuelto atrás diez años con nuestros recuerdos. Otros, tristemente, se quedaron en el camino después de darnos todo lo que tenían.
Haram lubuam, que quiere decir pobre Líbano.

José Manuel Díaz Olalla

(Texto inédito. Septiembre 2006)