jueves, 31 de diciembre de 2009

GEOGRAFÍA DEL HAMBRE: PERFILES DE LA POBLACIÓN HAMBRIENTA


Viñeta de Ferreres en el Diario "Público", Noviembre de 2009



Según datos del último informe de la FAO, de Octubre de 2009, en el mundo existen 1.029 millones de personas que padecen hambre. Es la peor cifra conocida desde 1970 y significa que en el último año esta triste nómina se ha visto incrementada en 100 millones de personas. Quiere decir esto que 1 de cada 6 seres humanos sufre la extrema carencia de la alimentación básica.
En términos absolutos la mayor cantidad de hambrientos se concentra en Asia y el Pacífico (642 millones) mientras que en términos relativos las notas más graves se manifiestan en África Subsahariana, con un tercio de la población afectada. Es importante en el contexto actual no perder de vista que en el mundo desarrollado el problema también se incrementa, afectando en la actualidad a unos 15 millones de personas. Existen algunas paradojas llamativas en la situación actual del mundo en relación a este tema: una es que la mayor concentración de hambrientos se encuentra en el mundo rural (allí vive el 70% de los pobres del mundo), otra que 2/3 de la población mundial que se dedica a producir alimentos pasa hambre y la última revela que el incremento en el número de personas que atraviesa esta realidad adversa ocurre precisamente en un año en el que la cosecha mundial de cereales ha registrado una cantidad record. Tampoco se debe perder de vista que si bien el hambre no es la precaria realidad que ensombrece la vida de todos los pobres, esta situación que se describe ocurre en un contexto mundial en el que la situación de carencia extrema cada vez afecta a más personas: más de la mitad de la humanidad subsiste al límite con menos de 2 dólares y medio al día.
Las causas estructurales basadas en las injustas relaciones internacionales, es decir la desigual y dispar distribución del poder, el dinero y los recursos, que están en el origen de este problema a nivel global, se han visto apuntaladas por las políticas liberales impulsadas e impuestas a los países pobres por el FMI y el Banco Mundial en los últimos años. Bajo la fallida proposición de que había que confiar en el mercado como la mejor estrategia para combatir el hambre, se guió por un camino equivocado a gran parte de los países que ahora atraviesan las situaciones más difíciles. Como causas más coyunturales, aunque sin duda derivadas de aquéllas, se deben situar también la crisis económica internacional y la subida de los precios de los alimentos básicos iniciada en 2007.
La primera es responsable de casi un 10% del incremento del número de desnutridos que se registrará este año y provoca que cada vez los alimentos sean más inalcanzables para la gente más necesitada, ya que a esos pobres les llegarán menos recursos (trabajo y remesas) en un marco mundial en que ha caído en picado la Ayuda Oficial al Desarrollo y específicamente la ayuda alimentaría mundial. El efecto de una ayuda escasa a estos países, incumpliéndose permanentemente los compromisos que libremente adquieren los países ricos en los foros internacionales y la muy mejorable eficacia de la misma explican, por otra parte, la gravedad que ha adquirido este problema.
El incremento de los precios de los alimentos es debido a diferentes factores: el aumento del precio del petróleo, la caída en la producción de materias básicas de los países productores, la disminución de las reservas de los países exportadores más pobres (siguiendo las recomendaciones del FMI de desregular los mercados interiores), el aumento de la demanda de bio-combustible, la caída del valor del dólar, las restricciones a la exportación por parte de algunos países y la especulación sustentada en las bolsas internacionales sobre mercados de productos básicos.
Otros factores contribuyen a debilitar aún más la seguridad alimentaría de muchas poblaciones del mundo, como el crecimiento demográfico, el cambio climático y los desastres naturales.
La concordancia en el mapa entre los países con más población hambrienta, los que sufren más corrupción y falta de democracia real y aquéllos en que el reparto de la tierra es más desigual, explica por sí sola en qué factores se basa la perpetuación de esta situación a nivel mundial.
Los grupos de población más afectados son los más vulnerables: trabajadores rurales sin tierra y pobres o que dedicaron su tierra a cultivos que no sirven para su alimentación por lo que son compradores netos de alimentos, familias con mujeres solas o pobres urbanos. Esta legión de seres humanos viviendo al límite se está viendo incrementada con rapidez por grupos nuevos, que hasta ahora habían salido indemnes, pero que están muy afectados por la crisis.
El hecho final de que haya excedentes de alimentos en los países productores (el grano en Canadá o USA, por ejemplo) que no puedan pagar los hambrientos de los países pobres en sus mercados locales (a donde se dirige la mitad de la producción) por el elevado precio que impone el mercado internacional, no es más que la expresión de esa evidencia tanta veces repetidas de que el problema del hambre no es de escasez de alimentos sino de problemas de acceso a los mismos. Esto es, que el hambre no es un problema de falta de comida sino de pobreza.
Frente al evidente fracaso del sistema de relaciones económicas internacionales y la inoperancia o ausencia de las medidas correctoras locales es preciso reforzar, desde el ámbito de la reforma de las Naciones Unidas, la gobernanza global frente a los imperativos del mercado. La puesta en marcha de algunas de ellas, entre las que destacan la conocida como tasa Tobin con la que se gravaría el trasiego financiero internacional para generar recursos que se destinarían al mundo en desarrollo, la imposición de aportaciones adicionales a aquéllos países que más se benefician del precio de los recursos en los países pobres, que más contaminan o que más energía consumen, se vislumbran en la coyuntura actual como recetas imprescindibles. El peso determinante de Europa en apoyo a la puesta en marcha de estas iniciativas es también urgente y muy ajustado al perfil social con que la UE debe situarse en el panorama mundial.
Quienes por su experiencia acreditada sitúan la base del problema en la esfera política nos recuerdan siempre que, por eso mismo, las soluciones deben ser también políticas. Existen en el mundo conocimientos, tecnología y potencial económico para erradicar este mal. Éxitos recientes como los cosechados por China e India en la reducción de este problema indican que el camino existe y es posible transitarlo. Pero falta decisión e interés. Si existieran se tomarían rápidamente medidas como estas:
Aportar recursos suficientes a la agricultura y la seguridad alimentaria mundial (los organismos internacionales la han cifrado en unos 83 mil millones de $ en los próximos 3 años), volver a acumular reservas de cereales en los países con mayores problemas de alimentación, apostar definitivamente por la innovación tecnológica agrícola e impulsar con decisión proyectos contra la desnutrición y la ayuda alimentria.




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Tras el paso del huracán Ike en Septiembre de 2008, el hambre, esa vieja conocida de casi todos en Haití, esa compañera fiel, ha obligado a muchos a comer galletas de barro. Tal como suena. En Gonaïves, en las inmediaciones de lo que fue la cárcel de Fort Dimanche, donde se torturaba a los presos políticos durante la dictadura de Duvalier (de 1964 a 1971), las mujeres preparan temprano una masa con arcilla, aceite y sal. Con ella fabrican unas galletas que dejan secar al sol. El lote de tres galletas se vende en el mercado de La Saline a cinco gourdas (10 centavos de euro) (1), bastante más barato que “la comida de verdad”. Se comen a pedacitos, masticando despacio. Sacian el hambre por poco dinero pero causan desnutrición, dolor intestinal y parásitos. La situación es tal que las maestras no saben cómo hacer entender a sus alumnos los peligros que tiene sustituir una comida, o varias, por las galletas de arcilla. En realidad poco se puede hacer cuando la gente tiene hambre y nada que llevarse a la boca.

Cerca de allí, en la Escuela Nacional Mixta, una chabola destartalada de madera con una cocina de petróleo adosada en la parte posterior, los niños aprenden la división administrativa del país y la fecha de la independencia sin mapas ni cuadernos y con apenas un libro para todos. Cualquier conversación, inevitablemente, deriva hacia la cuestión esencial, quizás la única: la comida. Los niños se quejan de que antes de comer notan las piernas débiles y tienen miedo de caerse si permanecen mucho rato de pié. Se cansan mucho, duermen mal, están irritables y no avanzan en los estudios. Samanta, la maestra, se lamenta de que casi no tienen capacidad de concentración. Ahora todo es mucho peor que hace dos o tres años, antes de la subida de los precios de la comida y del paso del huracán. Entonces podían dar a la mayoría de los escolares medio tazón de arroz y frijoles y alguna vez algo de pescado donado por la cooperación internacional. Para la mayoría era la única comida del día. Ahora, cuando hay algo que ofrecer a los niños, la dirección de la escuela adelanta la ración del mediodía a las diez de la mañana, para evitar que se duerman en clase. Muchos abandonan el centro después de comer. Una parte de la ración se la llevan para compartirla en casa. Allí los padres intentarán mandarles a dormir temprano para “que se recuperen”.

El 7% de la comida que se consume en aquél país procede de la ayuda internacional. Hace 5 años era el 20%. Los 5,3 millones de haitianos que no logran comer al día las 1.860 kilocalorías que se precisan, como mínimo, para poder sobrevivir en aquel país componen el 58% de la población. Es la peor cifra de América Latina y el Caribe y la 4ª peor del mundo. El promedio de energía que no es capaz de reunir cada uno de estos hambrientos, en forma de alimentos, para ser ingerida es de más de 400 kilocalorías diarias. Es decir que más de la mitad de la población pasa hambre y el déficit de lo que necesitarían comer cada uno de ellos diariamente supera en un 40% lo que en la actualidad comen.

En un país cercano, Guatemala, las mujeres de la comunidad campesina de Primavera (Ixcán) han decidido agruparse, crear un huerto de pequeños cultivos, defenderlo de los “invasores nocturnos” levantando cercos y estampando una denuncia ante el juez y conseguir rastrillos y calderos para transportar el agua. Es una forma de ganar algún dinero, comer y resistir. Para el consumo interno, algunas familias producen algunas semillas, banano y tubérculos, pero el 51 % de los hogares no posee tierra. Los hombres emigran a Estados Unidos. Los que no lo hacen se ocupan en cortar árboles y matas y en preparar la tierra en las plantaciones que quedan.
Las mujeres regarán y cosecharán. Dejaron de cultivar maíz porque así se lo pidió el gobierno hace unos años siguiendo las recomendaciones del Banco Mundial. Lo hicieron encantados porque quien se acogió al plan recibió una buena recompensa, pero ahora no tienen el cereal que necesitan para sobrevivir y no pueden comprar el canadiense que se vende en el mercado porque es muy caro para ellos.

La mujeres quetchíes de aquélla comunidad caminan y caminan todo el día. Desde que se levantan. Van al pequeño terrenito que tienen sembrado allá lejos, van a por agua (aún más lejos), van al pueblo a intentar vender alguna hortaliza o van a la casa donde los niños esperan y lloran porque no han comido nada en todo el día. Esas mujeres caminan tanto que no les queda tiempo para ir a la escuela y alfabetizarse, ni para acudir al consultorio a buscar esa medicina que necesitan para combatir los parásitos intestinales o para que les pongan la inyección anticonceptiva o para vacunar a los niños. Cuanto más caminan más pobres son y más hambre pasan. Como nunca se detienen nunca dejarán de ser incultos y cada día estarán más enfermos.
Según datos del último informe de la FAO sobre Seguridad Alimentaria (2) el 70% de los pobres del mundo viven en el mundo rural y 2 de cada 3 personas que se dedican a producir alimentos pasan hambre. Esta increíble paradoja es la manifestación palpable de que el hambre es el final fracasado de una estrategia adaptativa que, como las reservas de proteínas del organismo sometido a la escasez crónica, se va agotando poco a poco. Cuando empiezan las dificultades estacionales o, como en la coyuntura histórica actual, las estructurales -crisis económica en un contexto de injustas relaciones comerciales internacionales y elevación del precio de los alimentos-, las familias más vulnerables a esas adversidades inician un penoso camino a ninguna parte intentando evitar que esa pobreza les lleve a su más descarnado final, el hambre. En todos los lugares del mundo son las mismas: familias rurales que no poseen tierras y ganan muy poco por su trabajo, o están sustentadas por mujeres solas o, acaso y por último, siendo propietarias de un pequeño terreno deben ser compradoras netas de alimentos porque no pueden autoabastecerse completamente.
Así, al principio se restringen algunas comidas, empezando por las raciones de los adultos. En segundo lugar se cambia la composición de la dieta incrementando la compra de alimentos de menor calidad y, por tanto, más baratos. Esto es sólo posible en las regiones del mundo donde la diversidad alimentaria lo permite por ser suficientemente amplia. Si la situación se sigue manteniendo llega un momento en que se vuelve límite para muchos pobres y hambrientos crónicos que dedican hasta 4/5 de lo que ganan a alimentación de supervivencia de forma habitual. Esto generalmente lleva a las familias más necesitadas a asegurar el aporte calórico mínimo a base de consumir alimentos muy ricos en grasas (el elemento barato de la dieta) y poco en proteínas (el elemento caro). Esto explica que el paso previo a la desnutrición para muchos niños del mundo sea la obesidad, que es la cara más común de la malnutrición, aunque, en realidad, ambas sean manifestaciones de la misma precariedad. La desnutrición franca, en fin, llegará más tarde y aumentará infinitamente la probabilidad de que los niños fallezcan precozmente o presenten importantes problemas de desarrollo físico y mental a lo largo de su vida. Cuando todo fracasa las familias se ven obligadas a vender, si lo tuvieran, los bienes familiares, lo que les conducirá a la inseguridad y a la vulnerabilidad total.
Sin saber que todo eso está “descrito en la literatura”, sin calcular siquiera hasta qué punto su vida está predestinada y puede resultar predecible para los organismos internacionales, Mikembe Duwan, campesina de Mbeya, en Tanzania, tuvo que deshacerse por necesidad de una granja grande, de cinco hectáreas. Estaba embarazada cuando empezó a escasear la comida y la fue vendiendo de hectárea en hectárea para sobrevivir. Ahora ya no puede cultivar más. Su hijo (el sexto) nació con muy poco peso y muy débil. Murió antes de cumplir un mes de vida. “Ahora no tenemos comida –se queja- porque no hay nadie que pueda ir a buscarla; mis hijos mayores también están muertos. Antes podía trabajar, pero ahora nos quedamos con hambre porque no puedo hacer nada. Echo de menos mi tierra”. Es una realidad sin tapujos: el 65% de las embarazadas en África Subsahariana sufren desnutrición. La mortalidad de sus hijos recién nacidos es 10 veces superior a los de madres que se alimentaron bien. Las embarazadas y los niños son los que más sufren las consecuencias de la mala alimentación.
A fuerza de repetirlo volvemos a considerar que en realidad el problema de esta cruel injusticia no es la falta de alimentos sino la dificultad de acceso de una gran parte de la población a ellos. El campesino de la India en el que sin duda pensaba la Sra. Clinton cuando escribió el artículo sobre la seguridad alimentaria publicado recientemente en la prensa (3), es un hombre afortunado porque aún viviendo en el país que ostenta el triste récord de reunir la mayor cantidad de hambrientos del mundo (230 millones), el mismo en el que la práctica totalidad de la tierra cultivable es propiedad de los grandes terratenientes y las transnacionales de la alimentación que las siembran para exportar sus frutos o para desviarlos al mercado agro-energético, posee un pedacito de terreno como toda fortuna para sobrevivir. En el último año el precio del combustible ha encarecido el costo de lo cultivado, por lo que el campesino, después de alimentar a su familia con lo obtenido, no puede vender lo que le sobra (con lo que podría comprar otros productos que necesita) porque la gente de su aldea es muy pobre y no puede comprarlo. Tampoco puede llevarlo al mercado de la ciudad porque el transporte se ha puesto muy caro y, además, no hay una carretera transitable que le permita desplazarse hasta allí. En aquélla ciudad del Este del país un muchacho de la misma aldea que emigró hace años para engrosar las bolsas suburbiales de la pobreza, con su trabajo de limpiabotas ha obtenido unas rupias con las que desea comprar comida, pero en el mercado la comida es demasiado cara (grano de Estados Unidos, pescado en conserva procedente de Dinamarca, etc) y la que él podría pagar, las hortalizas y frutas que produce y le sobra al campesino de su pueblo, no la puede alcanzar porque nunca llegarán al mercado y se pudrirán en los campos. Es decir que el alimento está ahí pero este sistema implacable impide que quien tiene hambre pueda conseguirlo. La Secretaria de Estado norteamericana lo dijo bien claro, pero no explicó por qué su país encabeza y lidera las políticas liberales impuestas al mundo en los últimos años que producen realidades injustas como la descrita.
Cerrando sin saberlo este círculo feroz, oí contar a Vhana Makharji la triste historia de su tío, el campesino de Karnataka, en India, que no puede vender sus hortalizas mientras se muere de hambre. Ella, inmigrante sin papeles en España, a dónde llegó hace ya tres años, está sola y es madre de un niño malnutrido con el que acaba de refugiarse en un piso para “mujeres con dificultades” que gestiona una ONG con fondos públicos en Vicálvaro (Madrid). La trabajadora social que le tramita las ayudas a las que tiene derecho me lo dijo: “Lleva varios meses malviviendo en la calle pasando hambre y calamidades con ese niño. Muchas inmigrantes pasan por todo eso porque no saben que pueden pedir determinadas ayudas del Estado. Aunque si te digo la verdad no las entiendo. Creo que para pasar tantas calamidades es mejor no moverte de tu tierra”.
Aquí como allá una parte fundamental de los problemas es el acceso a los recursos. La mayoría de las muertes que provoca el hambre son evitables. Por eso no es admisible que no se tomen definitivamente las medidas que lo erradiquen de la faz de la tierra. Porque acabar definitivamente con la pobreza extrema y el hambre es posible.


José Manuel Díaz Olalla
Médico Cooperante


(1) Eva Máñez, Abril de 2009, en ww.rebelión.org
(2) FAO, Roma, Octubre de 2009. Disponible en www.fao.org
(3) H. Clinton, diario “El País”, 16 de Octubre de 2009

(Publicado en la Revista "Temas para el Debate", nº 181, Diciembre de 2009)
(Todas las fotos son del autor)

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