viernes, 30 de abril de 2010

Salud, ciudad y desigualdad: ¿Qué hacer ante la desigualdad urbana en la salud?



La justicia social es una cuestión de vida o muerte para muchas personas en todo el mundo. Afecta al modo en que viven, a la probabilidad de enfermar y al riesgo de morir de forma prematura. La esperanza de vida y el estado de salud mejoran de forma constante en algunas partes del mundo, pero inquieta comprobar que eso no ocurre en otros lugares. La esperanza de vida de un niño es muy diferente según dónde haya nacido. En España o en Japón puede esperar vivir más de 80 años si nace en la actualidad, en Brasil 72, en India 63 y en Angola menos de 50.

Dentro de un mismo país, las diferencias en esperanza de vida son también inmensas y reproducen esa situación mundial. Los más pobres padecen elevados niveles de enfermedad y mortalidad precoz. Pero la mala salud no afecta únicamente a los más desfavorecidos. En todos los países con independencia de su riqueza y su desarrollo, la salud y la enfermedad marcan un claro gradiente social: cuanto más baja es la situación socioeconómica, peor es el estado de salud. Aunque nos acostumbremos cotidianamente a esta injusticia el conocimiento científico nos asegura que esto no tiene por qué ser así y, no sólo eso, sino que no es justo que así sea. La inequidad sanitaria que queda definida en esas evidencias puede modificarse con medidas razonables. A pesar de que es una realidad incontestable que nos abruma, al trasladar esta visión de la realidad global al nivel de la ciudad en que vivimos este abismo parece más injustificable. Y es precisamente la proximidad lo que nos lo hace incomprensible. Cuando pensamos que no hay que trasladarse a otra parte del globo, sino que muy cerca de nuestra casa, quizás en nuestro mismo barrio, hay zonas donde viven personas con tantas dificultades en su vida que ésta es mucho más corta y más penosa o que padecen discapacidad y enfermedades crónicas con mucha más frecuencia, la incredulidad se adueña de nosotros. Porque ocurre a pesar de que vivamos en un país con un sistema sanitario universal, de calidad y, en teoría, equitativo y accesible. Precisamente por eso se hace evidente que las diferencias las marcan más otros elementos de la vida cotidiana.

Todos los días en el autobús, por la calle o en el bar coincidimos con estas personas, vecinos nuestros, y comprobamos por su aspecto, su vestimenta, sus hábitos ostensibles, el estado de su dentadura o la higiene de sus hijos las dificultades de su vida. Porque esas desigualdades que podrían evitarse son el resultado de la situación en que la población crece, vive, trabaja y envejece y de las posibilidades reales de acceso a los sistemas que utilizan para prevenir o combatir la enfermedad. A su vez, las condiciones en que la gente vive y muere están determinadas por fuerzas políticas, sociales y económicas. Las políticas que se hacen tienen efectos determinantes en las posibilidades de que un niño crezca y desarrolle todo su potencial y tenga una vida próspera, o, por el contrario, que ésta se frustre.

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Cada vez hay una mayor similitud entre los países pobres y los ricos con respecto al tipo de problemas de salud que hay que resolver. El desarrollo de una sociedad, ya sea rica o pobre, puede juzgarse por la calidad del estado de salud de la población, por cómo se distribuyen los problemas de salud a lo largo del espectro social y geográfico y por el grado de protección de que gozan las personas afectadas por la enfermedad. Y como la distribución de todos esos factores, desde el hábito de fumar a la inversión pública, es desigual en nuestro entorno más cercano sus consecuencias en la salud de las personas también lo son. Son tantos los estudios que se realizan sobre la desigualdad en la salud en las ciudades modernas que la casuística que se acumula es abundante. Se sabe ya, por ejemplo, que en la ciudad de Madrid la esperanza de vida al nacer es casi cuatro años mayor en la población del distrito de Chamartín que en la de Villa de Vallecas; que esta expectativa vital en los varones de las zonas básicas de salud de Polígono Sur o Las Candelarias de la ciudad de Sevilla es 8 años más corta que la de hombres de otros distritos de la ciudad, como Las Naciones o Huerta del Rey; y que la mortalidad ajustada por edades en los hombres de algunas secciones censales de los distritos del litoral y el norte de la ciudad de Barcelona supera en un 24% a la de los hombres de los distritos más acomodados.

Entre esas mismas zonas esta disparidad es aplicable también a otras dimensiones de la salud, tales como la presencia de trastornos mentales o la obesidad. El nivel de renta de cada zona explica con tanta claridad esas diferencias que con frecuencia los mismos mapas en los que se representan los ingresos medios de la población de cada zona urbana podrían servir para mostrar otros muchos datos de la salud distribuidos territorialmente tan sólo cambiando el título que los encabeza. Es más, esta determinación es posible aplicarla también a otros indicadores socioeconómicos diferentes a la renta, aunque muy relacionados con ella, como la tasa de desempleo, el nivel educativo o la proporción de población inmigrante. En la ciudad de Madrid, incluso se ha demostrado que el paro o el bajo nivel educativo en los distritos justifica aún mejor que los ingresos de la gente los excesos en la mortalidad y la carga de enfermedad que se aprecia en muchas zonas deprimidas.

No es difícil asignar a las variables individuales y poblacionales las causas de este efecto. A nadie se le escapa que las malas condiciones de vida y de trabajo justifican con claridad el hecho de que importantes cantidades de personas que habitan en esas zonas se vean sometidas a mayores riesgos (mala alimentación, hábitos poco saludables, mala higiene) y que estos, al final, condicionen los peores niveles de salud de esas poblaciones. Eso concuerda con el hallazgo de que en ciertas zonas periféricas de las grandes ciudades, como las señaladas en el párrafo anterior, coincidan todos los factores que determinan mala salud y esta se manifieste con nitidez. Pero en ocasiones nos enfrentamos a otros datos de la desigualdad urbana en la salud que no cumplen con claridad esta ecuación de pobreza y mala salud a través de las mayores exposiciones a factores sociales nocivos y conductas individuales arriesgadas. Es el caso de evidencias también repetidas de lo que ocurre con la población que reside en algunas áreas céntricas de las ciudades. Se trata de territorios con mejores indicadores socioeconómicos, por lo general, que los comentados en el anterior repaso, pero la salud de la población es tan deficiente como en las zonas periféricas muy deprimidas y con importantes cotas de privación social. Por continuar con las mismas ciudades señaladas, los estudios comunican que la población de Ciutat Vella en Barcelona, de los distritos de San Vicente y Centro en Sevilla o del céntrico barrio de Embajadores en Madrid, presentan indicadores de exceso de enfermedad, discapacidad y muerte prematura tan llamativos como los de áreas del extrarradio muy deficientes en condiciones socioeconómicas. En estos casos el efecto del entorno se vuelve determinante incluso por encima de las meras condiciones de vida y trabajo. Quiere decir esto que existen factores contextuales del área geográfica que explican la mala salud, independientemente de los factores individuales, como son la calidad del medio ambiente, el urbanismo, el sector productivo, los equipamientos de ocio, la provisión de servicios tanto públicos como privados o los aspectos socioculturales. Por ello cuando coinciden los factores de vulnerabilidad individual y los de un entorno adverso en determinados barrios de nuestras ciudades, ese acúmulo de factores multiplica el efecto desfavorable de cada uno de ellos convirtiéndose en una trampa difícil de sortear para una gran parte de los vecinos.

En muchos de esos barrios las viviendas son inadecuadas, cuando no se trata directamente de infraviviendas, especialmente en cascos antiguos y en áreas periurbanas o de ocupación de suelos no urbanizados. La nutrida presencia de población con importantes problemas de salud en los asentamientos chabolistas de algunas urbes está bien documentada y puede ser el paradigma del efecto devastador de esta combinación de factores nocivos. La adversidad se agudiza también si existen, como es habitual en esos lugares, muchas familias desestructuradas y monoparentales (muchas encabezadas por mujeres), así como por la presencia en los hogares de personas discapacitadas o socialmente inadaptadas. La falta de expectativas y estímulos para la juventud, común en estos barrios, facilita el fracaso escolar y en ciertos casos la vinculación posterior a la droga y/o a algún tipo de marginalidad. Con frecuencia en ellos se concentra población inmigrante con distinta cultura, lengua y etnia que dificulta su integración en la sociedad local. Para concluir este conjunto de amenazas, normalmente estos barrios suelen estar poco cuidados por las administraciones, con degradación ambiental, servicios deficientes, mala accesibilidad y, desde luego, sin iniciativa económica local y franco abandono de comercios y negocios. En esas circunstancias muchos barrios adquieren una imagen colectiva, exterior e interior, de abandono a lo "irremediable" que crea una situación de estancamiento, y a veces de marginalización, ante la que sólo son eficaces las iniciativas vecinales y los movimientos asociativos.

Para combatir la desigualdad geográfica de la salud en las ciudades es preciso construir entornos saludables. Para ello es esencial que las comunidades y barrios tengan acceso a bienes básicos, gocen de cohesión social, hayan sido concebidos para promover el bienestar físico y psicológico y protejan el medio ambiente. Es preciso centrar la gestión y la planificación urbana alrededor de la salud y la equidad sanitaria. Eso requiere gestionar el desarrollo urbano de forma que haya un mayor acceso a viviendas asequibles; invertir en la mejora de los barrios de chabolas, priorizando, en particular, el abastecimiento de agua y saneamiento, la electricidad y la pavimentación de las calles para todas las familias, con independencia de su capacidad de pago. Se debe velar también porque la planificación urbana promueva conductas sanas y seguras según criterios de equidad, mediante la inversión en medios de transporte activos, la planificación del sector minorista para controlar el acceso a alimentos poco saludables, una ordenación adecuada del medio y la aplicación de controles reguladores, incluida la limitación del número de establecimientos de venta de alcohol. Hay que luchar también contra las desigualdades derivadas del crecimiento urbano actuando sobre el régimen de propiedad del suelo y los derechos inmobiliarios, y garantizando medios de subsistencia que favorezcan una vida saludable, inversiones suficientes en infraestructuras rurales y políticas que den apoyo a los migrantes que van del campo a la ciudad. Se debe trabajar también porque las políticas económicas y sociales que se apliquen para afrontar el cambio climático y cualquier otro tipo de degradación medioambiental tengan en cuenta la equidad sanitaria.

Corregir estas enormes diferencias sanitarias susceptibles de solución que existen dentro de cada ciudad, de cada país y entre los países, es una cuestión de justicia social. Como quedó dicho, esta manifestación de la injusticia está acabando con la vida de muchísimas personas en todo el mundo y en barrios de nuestras ciudades y pueblos. Para ello, y como ha dejado bien sentado la Comisión de Determinantes de la Salud de la OMS, se debe luchar con decisión contra la distribución desigual del poder, el dinero y los recursos, los factores estructurales de los que dependen las condiciones de vida a nivel mundial, nacional y local.


José Manuel Díaz Olalla
de la Sociedad Española de Medicina Humanitaria
(Publicado en la revista Temas para el Debate, Abril de 2010)

Les aconsejo ver este video:
http://www.tvlink.org/video2.php?VID=EMP069MA04ES&CLI=SP_115

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