sábado, 1 de julio de 2006

LAS LECCIONES DEL KATRINA

Algunas reflexiones sobre la crisis humana y política desatada por el paso del huracán por el sur de Estados Unidos

De entre las cosas que más me impresionaron las primeras veces que atendí a los supervivientes de alguna catástrofe natural ocurrida en algún país pobre fue esa sensación desoladora de que, allí, el estado no existía. Yo ya sabía que esa orfandad era un mal crónico que mostraba sus efectos todos los días en forma de abandono y de olvido de las necesidades básicas de la gente. En situación basal esa ausencia presentida y sufrida por todos se hacía muy difícil, pero en determinadas situaciones límite la carencia superaba lo imaginable. Nadie, a excepción de algunos amigos, unos pocos familiares, y escasos vecinos, además de las organizaciones de ayuda extranjeras, se preocupaba por la suerte y el futuro de las personas que, a duras penas, habían logrado sobrevivir a los letales soplos de un huracán o a las violentas sacudidas de tierra de un terremoto. Jamás aparecía una institución, una autoridad, o alguien que en el nombre de la colectividad e investido por ella se hiciera responsable de lo ocurrido o asumiera compromisos de futuro con los damnificados. Nunca olvidaré como, bastantes meses después del paso del huracán Mitch por Centroamérica, el equipo de asistencia humanitaria en el que trabajaba descubría a diario pueblos, lugares, aldeas o comunidades en el monte a los que nadie, aún, se había acercado a preguntar, siquiera, si allí había pasado algo. Si pasó, los propios vecinos y familiares se las apañaron como pudieron: enterraron sus muertos y se fueron. Y los que no lo hicieron, se quedaron a empezar otra vez de nuevo.

Si el estado se creó para defender al débil del poderoso, cuando el hombre se enfrenta sólo al feroz embate de la naturaleza ciega, la presencia de aquél se hace imprescindible. A fuerza de vivir estos efectos en aquéllos países y de elaborar la constante teoría de que tan responsable de la muerte y la destrucción es la naturaleza como el subdesarrollo, se nos había olvidado que la carencia del estado también se observa en el mundo desarrollado y rico. Se nos había olvidado calcular que, por encima de las cifras del PIB per cápita y de los grandes indicadores macroeconómicos, falta de estado y subdesarrollo son sinónimos para la mayoría de los que lo padecen. Y que, por lo tanto, ante la catástrofe inevitable y cruel, el débil puede estar tan desprotegido en Haití como en su poderoso vecino del Norte. La calamidad nos recordó que la ausencia de estado les hacía iguales, y que el presente y el futuro de los afroamericanos pobres sobrevivientes del Katrina en Nueva Orleáns y el de los indonesios que no sucumbieron al tsunami de la pasada Navidad es muy similar.

El terrible paso del ciclón tropical de nivel tres denominado Katrina por el golfo de México durante los últimos días de Agosto y sus contundentes efectos en los estados del Sur de Estados Unidos nos deben hacer reflexionar a todos. En especial a los norteamericanos y a su clase política. De esta manera podrían plantearse, por ejemplo, si las políticas ultraliberales en las que persiste el gobierno republicano y que conducirán en la práctica al desmantelamiento del Estado, o mejor dicho, de lo que queda de él, son el mejor camino para conseguir el bienestar de la mayoría y avanzar hacia la justicia social. Plantearse, por ejemplo, si se puede confiar en un gobierno que tiene dificultades para trasladar efectivos de ayuda al delta del río Misisipi, en plena necesidad vital de miles de ciudadanos, porque una gran parte de los soldados que podría movilizar se encuentra invadiendo otro país de una manera injusta e ilegal, tras una guerra inventada sobre la base de la mentira y la manipulación.

Si los norteamericanos reflexionasen sobre lo que ha pasado en el Sur de la confederación quizás aún pudieran sacar cuentas y calcular cuántas vidas no se hubieran perdido estérilmente en Nueva Orleáns si el gobierno hubiera utilizado el monto que se gasta en dos semanas de esa guerra injusta en mejorar las defensas naturales y los diques de contención de una ciudad que, en un 70% de su superficie, está construida por debajo del nivel del mar. Si el pueblo norteamericano tuviera la clarividencia suficiente como para revisar algunas cuestiones vividas en los últimos meses quizás podría plantearse qué significa en realidad que su presidente pida ayuda internacional y que otros países mucho menos ricos, aunque honrados, como el nuestro, decida acudir en auxilio de los ciudadanos afectados, movilice reservas estratégicas de carburantes y, de paso, tenga que detraer inevitablemente importantes cantidades de la cuenta destinada a socorrer a los países más necesitados de África Subsahariana.

El 30% de los norteamericanos que viven en Nueva Orleáns lo hacen por debajo del umbral de la pobreza. Estados Unidos es el país más poderoso del mundo y uno de los más ricos (la cuarta renta per cápita del mundo con sus más de 37 mil dólares al año), pero uno de los que mayor desigualdad social acumula. Los indicadores traducen, inexorables, los resultados de una política económica injusta e intolerable para la mayoría de los ciudadanos. Ha declarado el ex secretario de estado Powell, ante las críticas que arreciaban contra el gobierno del que formó parte, que en la gestión de la crisis del Katrina no ha habido racismo. Que el hecho de que la mayor parte de los muertos, desaparecidos, heridos, damnificados y despojados de todo hayan sido negros no significa que se haya priorizado la atención a los blancos. En realidad lo que ha ocurrido es que se ha primado la atención a los más ricos, o mejor dicho, que ante la ausencia de instituciones públicas que atendieran equitativamente a los que más lo necesitaban, se implantó la ley de la selva, que en su primer artículo dice que cuanto mejor sea tu tarjeta de crédito más posibilidades tienes de salvarte, y en el segundo, que si vienen mal dadas que se salve quien pueda .

Y los más ricos, casualidades de la vida, son los blancos. Es decir, Colin Powell, por esta vez y a diferencia de lo que hizo en otra declaración suya en Naciones Unidas que aún recordamos, ha dicho la verdad: quien es racista no es el señor Bush y su gobierno, quien es racista es la política antisocial que practica y el sistema económico que defiende.

Sería bueno que esta terrible tragedia sirviera, al menos, para que el pueblo norteamericano reflexionase sobre su clase dirigente y sobre las políticas económicas y sociales que está llevando a cabo. Voces y movimientos críticos dentro de aquél país se comienzan a elevar con poderosos timbres. Despejar el camino para otros escenarios políticos sería un gran avance para el bienestar de ese pueblo y el de los demás. Quienes en nuestro país representan esas ideas y defienden esas políticas, nuestros neocons, no deberían perder la oportunidad de sacar también sus conclusiones. Y, si esto no es posible, que al menos lo hagan sus votantes.


José Manuel Díaz Olalla
Médico cooperante

(Publicado en la Revista Temas para el Debate,
Julio de 2006)

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