sábado, 15 de diciembre de 2007

MEJORAR LA SALUD DE LAS MADRES Y LOS NIÑOS EN EL MUNDO


En el año 2000, 189 países, ante los importantes niveles de desigualdad e injusticia alcanzados en el orbe y “…considerando la necesidad de una acción urgente por parte de todos los gobiernos, de todo el personal de salud y de cooperación al desarrollo, y de la comunidad mundial para proteger y promover la salud de todos los pueblos, elaboraron una declaración…” en la que se comprometieron ante Naciones Unidas a hacer todos los esfuerzos que fueran necesarios para, entre otros objetivos, reducir en dos terceras partes la mortalidad de los niños menores de cinco años y en tres cuartas partes la de mujeres que fallecen en el mundo por motivo del embarazo, el parto y los problemas derivados del alumbramiento, todo ello antes de alcanzar el año 2015.

Hablamos de los llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio. Y aunque parece una novedosa iniciativa, el mundo ha desarrollado estrategias conjuntas como esta en otras ocasiones. En realidad la referencia que aparece entrecomillada más arriba no figura en la aludida Declaración del Milenio del año 2000. Está escrita en 1978 y aparece en el preámbulo de otra declaración histórica, la que se llamó Atención Primaria de Salud, que fue suscrita por todos los países del mundo en Alma Ata (Kazajstán), dando pié a la formulación de unos objetivos de salud y desarrollo mundial que han pasado a los anales de la Historia de la Humanidad con el nombre de Salud Para Todos en el año 2000. Merece la pena aquí, por tanto, reflexionar sobre la marcha del mundo una vez que hemos convenido que la misma justificación que encontraron los países para concertar acuerdos mundiales en materia de atención urgente al desarrollo y la salud, así como en la lucha global contra la pobreza, podría ser usada a discreción hoy como lo fue hace 30 años.

No obstante es cierto que, en general, todos los países han avanzado de manera clara en estos últimos treinta años en materia de salud y desarrollo. Y no es menos cierto que unos han progresado mucho más que otros. E incluso, dentro de cada país, algunos grupos sociales han experimentado los beneficios del desarrollo infinitamente más que los demás. El resumen de ello es que, aunque todos adelantan, la brecha que separa a unos de otros se hace cada vez más profunda. Por lo tanto nadie puede vivir de espaldas al hecho de que los Objetivos del Milenio hablan, sobre todo, de anhelos que deben alcanzar, en justicia, los países y los grupos sociales más infortunados.

Así lo demuestran datos como que la esperanza de vida al nacer en 1955 para todo el mundo era de 48 años, en 1970 de 59 años, en 1995 de 65 años y en el 2025 será de 73 años. A pesar de ello 300 millones de seres humanos viven en 16 países que han visto disminuir esa esperanza de vida en los últimos veinte años. Las diferencias son elocuentes en datos de hoy: la expectativa vital en los países de renta elevada es de 78 años, mientras que en los menos desarrollados es de 51, y sólo de 40 en algunos países africanos castigados por el SIDA.

La mortalidad de los niños ha sido históricamente un lastre para el desarrollo y el bienestar de los pueblos. Sabemos que en 1955 el 40% de todas las muertes mundiales ocurrían en menores de 5 años. Hoy se ha reducido a un 21% y en el año 2025 no superará el 8%. A pesar de tan buenas expectativas en ese futuro año se registrarán previsiblemente 5 millones de muertes entre menores de 5 años de las que el 97% ocurrirá en países no desarrollados y mayoritariamente por problemas evitables como las infecciones y la malnutrición. Es decir que, de ellos, unos 2 millones no morirían si se les aplicaran las vacunas existentes y la mayoría de los restantes seguirían viviendo si tuvieran la suerte de ser objeto de sencillas medidas de prevención de algunas enfermedades frecuentes y, en nuestro medio, leves.

Por cada 1.000 niños nacidos en los países ricos, 7 mueren antes de su quinto cumpleaños, mientras que por 1.000 nacimientos en los países más pobres son 155 los que fallecen antes de alcanzar esa temprana edad. Y no se trata sólo de tragedias humanas, con ser estas terribles, si no también económicas pues esta injusticia reduce las posibilidades de crecimiento de las comunidades y los países y sume a los pueblos en la miseria. La auténtica dimensión de esta desigualdad que afecta a los niños es también muy llamativa dentro de cada país: en la mayoría de los que experimentaron una reducción considerable de la mortalidad infantil en los últimos años en el mundo las más llamativas mejorías se observaron entre los que habían nacido en el 40% de las familias más ricas, o en áreas urbanas, o en aquellos cuyas madres habían recibido algún tipo de formación.

Todo ello a pesar de las evidencias comentadas de que la muerte y la enfermedad pueden reducirse en el mundo con rapidez con intervenciones selectivas en programas de salud pública. La falta de progreso en la supervivencia infantil es un claro reflejo de la negligencia de muchos servicios de asistencia sanitaria básica en ciertos países en desarrollo. Por tanto, y al atravesar este ecuador de los Objetivos del Milenio, podemos afirmar que África subsahariana, Asia meridional, algunos países de la antigua Unión Soviética y Oceanía necesitan acelerar la tímida mejoría que han experimentado con rapidez para conseguir cumplir lo esperado en 2015.

Pero resulta aún más sorprendente y alarmante el auténtico estancamiento al que han llegado en todo el mundo las cifras de mortalidad de las mujeres por motivos relacionados con la maternidad (mortalidad materna), en especial si consideramos que, entre todos, es uno de los aspectos de la salud que mejor responde a la intervención sanitaria. Es decir, que una gran parte de las mujeres que fallecen por estas causas evitaría ese fatal desenlace si tuviera a su alcance alguna asistencia sanitaria aunque fuera rudimentaria. El progreso en este tema es tan exiguo que sabemos que en 2005 murieron en el mundo 536.000 mujeres por estos motivos, mientras que en 1990 lo habían hecho 576.000. El 99% de estas muertes ocurren en países en desarrollo, y más de la mitad de ellas en África Subsahariana. En esta región del mundo y en Asia meridional se registra el 86% de toda la mortalidad por esta causa.

En realidad la auténtica dimensión del problema queda representada de manera inapelable al comprender que, con seguridad aritmética, hoy en día 1 de cada 26 niñas de 15 años morirá por este “empeño” de tener hijos a lo largo de su vida en África. En Níger lo hará 1 de cada 7. En los países desarrollados tan sólo 1 de cada 7.300. Para evitar esta terrible situación es necesario que las mujeres tengan acceso universal a servicios de salud reproductiva y sexual, incluida la planificación familiar ya que una gran parte de esos embarazos que tienen un final infausto no fueron deseados por ellas. Pero, y como ocurre con cualquier área del progreso, se requieren además mejoras en otros ámbitos pues, por ejemplo, para que esos servicios de atención funcionen y sean capaces de cumplir su importantísima misión deben existir también transportes públicos, con objeto de que las mujeres puedan acudir a urgencias cuando lo necesiten, y deben haber recibido educación, ya que así sabrán reconocer las circunstancias en las que deben pedir ayuda. Como siempre y para todos los avances humanos el beneficio llegará de la mano de un proceso de mejora interdisciplinaria y no sólo de la parcela sanitaria.

La desigualdad social interna es evidente también en la mortalidad materna: según algunas encuestas realizadas entre 1996 y 2005 en 57 países en desarrollo, el 81% de las mujeres en entornos urbanos pudo parir con la ayuda de un asistente sanitario cualificado, mientras que esa suerte sólo la tuvo un 49% de las mujeres que vivían en una zona rural. De igual modo un 84% de las mujeres que habían completado la educación secundaria o estudios superiores recibieron esa asistencia cualificada, más del doble del índice que registraron las madres sin una educación formal. Alcanzar este objetivo de salud de las mujeres, como se ha dicho, es sencillo. A pesar de ello muy probablemente en África al sur del Sahara y en Asía meridional no se alcanzará en 2015.

Los pobres mueren hoy en el mundo de causas conocidas e identificables y en gran parte prevenibles y tratables de forma barata. Por lo tanto la muerte y las enfermedades de los pobres no son inevitables. Como recientemente recordaba Jeffrey Sachs (“El País”, 3 de Septiembre de 2007) se ha demostrado que los países pobres pueden poner en marcha programas de salud pública eficaces cuando se les ayuda. Por ello es posible que todos, ricos y pobres, tengamos acceso a servicios de salud de calidad: se lograría tan sólo con que los países ricos dedicaran el 0,1% de su renta a este fin. Esa aportación, acompañada de la mejora de la administración y la puesta en marcha de medidas de redistribución de la riqueza en los países receptores, se vislumbran como iniciativas de capital importancia para alcanzar los Objetivos del Milenio en 2015.

Pero nada de ello tendría un auténtico impacto en la salud de madres y niños en el mundo si no se avanzase también en cambios estructurales que afecten a las políticas económicas internacionales. Poco se progresaría si, por ejemplo, no se abandonaran definitivamente esas tendencias de modernidad liberal mal entendida que buscan, en cuestiones básicas como el abastecimiento de agua o los servicios de salud, una privatización que sólo favorece a los ricos y poderosos y condena a los más necesitados a seguir muriendo y soportando niveles intolerables de enfermedad por los siglos de los siglos.



José Manuel Díaz Olalla, Médico Cooperante
Publicado en la revista Temas para el Debate,
nº 157, Diciembre de 2007

1 comentario:

Anónimo dijo...

Magnífico, como siempre, y tremendamente puntero. Gracias por hacernos tan fácil entender los problemas y las soluciones de este mundo tan injusto que es el nuestro.
arembepe, 13/03/08