miércoles, 9 de septiembre de 2015

La crisis de los refugiados en Europa: no hay ayuda humanitaria sin denuncia



En Mayo de 1995, en plena guerra de los Balcanes, los bombardeos del ejército croata expulsaron de sus casas y sus pueblos a 250.000 serbios que vivían en la región de la Krajina, mientras eran desposeídos de todas su propiedades. La “Operación Tormenta”, como se conoció esa acción bélica, está catalogada como la mayor actuación de limpieza étnica ocurrida en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En el curso de las intervenciones de Ayuda Humanitaria a la población que huía hacia Banja Luca (Bosnia Herzegovina) en las que tuve el privilegio de participar como miembro del equipo de MDM internacional, localizamos el que ha sido considerado como el mayor grupo de refugiados estables ubicado de forma espontanea en el viejo continente desde la última gran guerra: el formado por los 20.000 musulmanes leales a Fikret Abdic que huyeron desde la ciudad de Velika Kladusa a la zona vecina de Croacia, instalándose en un valle cercano a la ciudad de Kuplensko, cerca de Vojnic, donde les encontramos.

Salieron despavoridos por temor a las represalias del ejército de Bosnia-Herzegovina cuando el gobierno bosnio y las tropas croatas se apoderaron de la región, y cuando les localizamos estaban sitiados por estas tropas, quienes incumpliendo los acuerdos de Ginebra no habían comunicado su existencia, impidiendo de todas las formas posibles que cualquier tipo de ayuda llegara hasta ellos. Se trataba lisa y llanamente de que escogieran entre morir de hambre, sed y enfermedades o retornar a sus casas. La denuncia internacional que, junto a la Cruz Roja , realizamos en Zagreb al día siguiente de su localización (acaba de cumplirse 20 años de ello) visibilizó los problemas y las necesidades de supervivencia de esas personas, facilitó la llegada de ayuda internacional, creó las bases sobre las que se fraguaron los acuerdos que consiguieron su regreso con garantías y, junto a otras intervenciones en el mismo sentido, propició que, años después, el Tribunal Penal Internacional para la Guerra de la antigua Yugoslavia juzgara y condenara a los criminales de guerra que habían provocado tanta muerte y dolor en la población inocente: desde Gotovina a Babiç, pasando por el ex-presidente croata Tudjman.

En la concepción del moderno humanitarismo nadie discute que una intervención no es aceptable si la atención no va acompañada de la denuncia de quienes provocan el sufrimiento de la población. Hay que ser la voz de las víctimas, nos han dicho, sobre todo cuando estas no pueden levantarla. La justicia forma parte de la acción humanitaria, es un derecho de quienes son bárbaramente castigados y el silencio o la imparcialidad malentendida, la que se interpreta como “no tomar partido”, son siempre cómplices de los verdugos. Mientras pienso en ello veo cómo, dos décadas después de aquéllos penosos sucesos que acabo de relatar, esos tristes records han sido fulminados en pocos días en Europa. Varios cientos de miles de refugiados o aspirantes a serlo, triste anhelo, vagan, o sueñan con hacerlo, por una Europa insolidaria y cruel que les rechaza después de haber contribuido tanto y tan eficazmente a su desgracia. En algún país, como en Hungría, se les confina ya en campos de internamiento que remedan malos vestigios de la época más oscura de este continente, mientras se construyen a toda prisa vallas sobre alambradas para evitar que sigan llegando. Proceden, nos dicen, de Siria, de Irak, de Afganistán, de Libia o de Eritrea, y uno se pregunta cómo y por qué han llegado hasta aquí. Conviene no perder la memoria.

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Afganistán, uno de los países que con más intensidad nutre la triste lista de invasores pacíficos de esta Europa desalmada, está devorado por la guerra civil desde que fuera invadido en 2001 por EEUU, con la ayuda de sus coaligados europeos y de otras zonas del mundo. El objetivo fue desalojar al gobierno talibán, un monstruo que EEUU había contribuido a crear cuando les interesó para oponerse a las tropas de la Unión Soviética que ocupaban aquél país, y al que los norteamericanos acusaban de complicidad con los atentados del 11-S . 14 años después de aquélla hazaña y con un gobierno comparsa de occidente puesto por Bush, la situación del país es insostenible, por lo que miles de afganos no encuentran otra solución para sus vidas que salir de allí intentando encontrar refugio en Europa. De nuevo, acto fallido.

Irak es un país, en realidad hoy son muchos países, destruido e ingobernable. En 2003 algunos países occidentales al mando del lamentable trío de las Azores (Bush, Blair y Aznar), contra la legalidad internacional, sin autorización de Naciones Unidas y con falsas acusaciones contra su dictador de posesión de armas de destrucción masiva, lo invadieron, desatando una guerra cruel que produjo como efecto directo más de un millón de muertos, además del ajusticiamiento de Sadam Hussein, fiel aliado de los invasores en otra época, y cuya eliminación era uno de los objetivos más claros de la coalición atacante. En realidad buscaban, ¿cuándo no?, dando rienda suelta a sus impulsos megalómanos y bárbaros, apoderarse de las riquezas de aquél país y ajustarle las cuentas a un antiguo amigo y colaborador, que se había tornado algo díscolo y desafiante en los últimos años. Dijeron, siempre lo dicen, ya verán, que querían acabar con una dictadura pero destruyeron un país entero. Han causado más muerte, más dolor, más sufrimiento y más devastación que el dictador en todo su reinado. Cada muerto, cada herido, cada exiliado o refugiado irakí nos exige que no olvidemos el origen de su desgracia, quiénes son los autores de la misma y cuáles fueron sus auténticas y nunca declaradas intenciones. Aznar era entonces Presidente del Gobierno español, Ana Palacio, ministra de Asuntos Exteriores y Federico Trillo, de Defensa. No solo eso, sino que el ínclito Chencho Arias  defendió la iniquidad ante la ONU en nombre de Aznar. Doce años después Irak es solo una sombra de país, en donde siguen muriendo por la violencia miles de personas anualmente (15.000 en 2014 según cifras del gobierno que dejó allí EEUU), provocando la salida persistente de grandes cantidades de mujeres, hombres y niños en su afán de escapar de la guerra y encontrar algún resquicio de futuro.

Y de Libia, ¿qué decir? El día 17 de Marzo de 2011 el Consejo de Seguridad de la ONU autorizó el uso de la fuerza para instaurar una "zona de exclusión aérea en Libia" con el objeto de "proveer asistencia a la población civil" (cito textual) tras varias semanas de revueltas contra el tirano. Inmediatamente la OTAN, alianza en la que participaron EEUU, Francia, Reino Unido, España e Italia entre otros, inició una guerra teledirigida con el objeto de derrocar al dictador, apoyando en aquélla contienda a los opositores y provocando miles de víctimas civiles, además de la absoluta destrucción del país, incluyendo todo tipo de infraestructuras básicas para la población. Así lo admitió el propio Obama quien, como los demás aliados, no tardó en reconocer que ese era su objetivo, para apoderarse después de las reservas de petróleo libio una vez situado en el poder un gobierno títere. Que de "humanitaria" tenía poco la intervención fue reconocido incluso por destacados promotores de la guerra, como el diplomático español Bernardino León quien justificó tanto la destrucción del país como el desprecio de los coaligados a la resolución de Naciones Unidas que ellos, sibilinamente y con aviesas intenciones, habían promovido, abusando por tanto de “la buena fe" de los demás miembros del Consejo.

En el caso libio se dan algunas circunstancias particulares: desde 1990 a 2010, es decir bajo la égida de Gadafi, ese país fue el que más avanzó en el mundo en desarrollo humano (el IDH pasó de 0,641 en 1980 a 0,799 en 2010 según el PNUD), esto es, el que más progreso en salud, educación y renta repartió entre sus ciudadanos. Eso ocurrió cuando reinaba el tirano abyecto, que lo fue y a nadie se le escapa, mientras que la intervención de occidente ha destruido el país, expoliado sus riquezas y convertido aquélla tierra en lugar de dolor y muerte, en un esbozo de país en el que florece el terrorismo y en el que los ciudadanos desesperados se ven obligados a buscar refugio y futuro tirándose al mar. Ah, ¿y la democracia, dice usted? Bueno, no, ¡de eso nada! Ni está ni se la espera.

Llamo la atención sobre la nueva estrategia de desestabilización que se ensayó con éxito en Libia, y en otros países de la zona en el contexto de lo que se ha venido a llamar “las primaveras árabes”, y que en su mayoría no han pasado de ser, ni más ni menos, golpes de estado encubiertos. Golpes blandos, los llaman ahora. Se trata de apoyar o, si no existiera, crear, un movimiento de oposición más o menos violento en el país que se quiere asaltar, grupo al que se financia, se apoya con todo tipo de ayuda material y con armamento para luego, cuando son rechazados también violenta y legítimamente por el gobierno correspondiente, reclamar una intervención internacional para “preservar los derechos humanos y traer la democracia”. En realidad no se busca ni una cosa ni otra, como ni la una ni la otra se acaban sustanciando nunca, sino derribar al gobernante que no conviene a los intereses de EEUU y sus socios europeos e instaurar un gobierno adicto a ellos, para expoliar con más tranquilidad y todas las ventajas las riquezas nacionales. Este modelo se está ensayando también, desde hace años, en Venezuela y, últimamente, se intenta extender a Ecuador y Brasil, hasta ahora con poco éxito.

En la destrucción de Libia, esa ignominia con los horrendos resultados que vemos, intervino entre otros el gobierno de EEUU, ¿alguien lo dudaba?, y el gobierno de España. El Presidente era Rodríguez Zapatero, la Ministra de Defensa, Carme Chacón y la de Asuntos Exteriores, Trinidad Jiménez. Para la historia de la infamia ha quedado la foto de la Secretaria de Estado de EEUU, la Sra. Clinton, recibiendo con una risotada la noticia de que Gadafi acababa de ser asesinado por una turba armada de esas que ella, Rodríguez Zapatero y otros esforzados líderes de la democracia universal, apoyaban desde el aire, tras ser localizado, desarmado y linchado. No tenemos constancia gráfica de cómo recibieron la esperada noticia los gobernantes españoles pero quieran o no, y tras situarse del todo fuera del orden mundial y del mandato de la ONU, no podrán olvidar que cada víctima y cada refugiado libio que llega a Europa o se queda en el Mediterráneo, vive su desgracia, de alguna manera, gracias a su decidida contribución. Sin duda, digna de mejores causas.

El caso de Siria en este despropósito global podríamos considerarlo como la guinda del pastel. Aunque Bashar Al-Assad dirige y dicta el destino de Siria desde el año 2000, ningún preclaro líder occidental se había dado cuenta hasta ahora de su condición de sátrapa y criminal. Lo digo porque hasta 2012 era un buen amigo y socio de las grandes potencias. Era hasta un buen aliado estratégico en la región. Seguramente esto fue así hasta que un día, a alguno de aquéllos que nos dirigen, le dio por pensar que controlar Siria era una buena baza para enfrentar la amenaza de Irán, el gran enemigo de occidente junto con Corea del Norte y Cuba (bueno, este último hasta el mes de Diciembre de 2014, en que dejó de serlo por designio divino y de Barak Hussein Obama).  Y de un día a otro el sátrapa empezó a ser sátrapa y el dictador, dictador.  No se habían dado cuenta. Y rápidamente buscaron al enemigo interior, sin demasiados problemas, esa es la verdad, al que armaron hasta los dientes, y fueron tejiendo las alianzas necesarias para que, de nuevo, el Consejo de Seguridad de la ONU volviera a comprarles el timo del corredor humanitario. Pero se toparon con Rusia quien, escaldada por el fiasco libio, esta vez no tragó con el cuento, y tras considerar, sin duda, que Siria es su mejor aliado en la zona. Se difundió profusamente entonces la leyenda del demonio con rabo y todo, que no podía ser otro que Putin mientras que, saltándose cualquier norma del derecho internacional seguían incrementando su apoyo a los insurgentes además de intervenir directamente en el país árabe cuando lo consideraron oportuno. Siria hoy es un erial en el que han muerto cientos de miles de personas desde que se inició el conflicto y del que han salido más de 4 millones que, tras saturar las capacidades de acogida de los países próximos, llaman a las puertas de una Europa sin alma que tanto ha colaborado en su desgracia.  Entre los gobiernos más beligerantes y agresivos en Naciones Unidas en relación a la frustrada intervención en ese país, al reforzamiento financiero y militar de la oposición armada y a la demonización de Rusia, ha destacado el español, presidido en este caso por Mariano Rajoy, siendo ministro de Defensa el Sr. Morenés y de Asuntos Exteriores el Sr. García Margallo. Los que ahora huyen de aquél infierno y buscan refugio en Europa saben muy bien que no solo el tirano sirio es el responsable de sus calamidades.

Por si acaso no había hecho poco daño con sus políticas, occidente ha creado en Siria, Irak y Libia el monstruo del Estado Islámico, el llamado Dáesh, uno de los grupos terroristas más bárbaros, extremistas y temibles del mundo. En la locura de su obsesión por liquidar a los gobernantes enemigos de esos países no han dudado en alimentar esta auténtica pesadilla hasta convertirlos en estos momentos en la principal amenaza para la población civil siria, pero también para Europa y el mundo, y quienes están provocando la mayor parte del éxodo actual.

Otra estrategia vergonzosa que se está utilizando contra la población civil es la que podemos llamar “la ratonera”. Consiste en atacar sin límite a la población y a la vez eliminar cualquier posibilidad de que escape del lugar de castigo. Incumple, por supuesto, varios de los principios humanitarios elementales, además de normas básicas del derecho internacional, resultando, por qué no decirlo, una actuación especialmente repugnante. Lo vimos por vez primera, en el contexto del que hablamos, en Octubre de 2001 en la ciudad de pakistaní de Peshawar, cuando a los trabajadores humanitarios allí desplazados no se nos permitió atender a la población civil afgana que estaba siendo bombardeada en su propio país por la coalición internacional al cerrar las fronteras, impidiendo así la salida de los que huían del desastre y el acceso hasta donde se encontraban. Se invocó el derecho de injerencia humanitaria y la universalidad de nuestra misión, aunque fue en vano. Cuando años después se desencadenó el brutal castigo a Libia asistimos de nuevo con perplejidad a esta inhumana práctica y observamos cómo quienes se echaban al mar huyendo de los bombardeos eran abandonados a su suerte, siempre fatal, por parte de los barcos de EEUU y Europa que participaban en el ataque y se negaban a intervenir para salvarles. Esto mereció una protesta internacional del gobierno italiano.

Lo que ocurre ahora en Europa, en que los países se niegan o ponen reticencias a acoger a los solicitantes de asilo o trapichean cicateramente con el número que se les debe asignar mientras pastorean a la gente de acá para allá como si fueran ganado de poca fuerza, es, de nuevo, más estrategia de la ratonera, ahora sí, trasladada a este continente.

Y hay que preguntarse, ¿qué han hecho de Europa los irresponsables que nos gobiernan? Irresponsables no solo porque actúen como tales sino porque saben cómo hacer las cosas para no tener que responder nunca por los resultados de sus actos. La justicia universal es una quimera que solo se pone en marcha contra los vencidos, por eso ni es ni será nunca justicia. Quienes están detrás de estas tragedias son responsables también del sufrimiento de los cientos de miles de refugiados y desplazados que han provocado sus guerras. Ellos y solo ellos han convertido el bello sueño europeo de la libertad, la solidaridad y la tierra de acogida en una milonga pensada solo para el gran capital, los bancos y los intereses financieros, un lugar inhóspito en el que se combate todos los días contra los derechos y las libertades de las personas, da igual que sean de aquí o de allá. Dijo Putin que esta crisis no es más que el fruto de la equivocada política exterior europea, supeditada siempre a los intereses de EEUU. A la vez, Nicolás Maduro anunciaba la intención de recibir y acoger en su país a 20.000 refugiados sirios, lo que aún no ha sido capaz de sustanciar la mayoría de los gobiernos europeos que tanto han trabajado para alcanzar este penoso estado de cosas. De repente y a pesar de ser auténticos demonios para la opinión pública de nuestros países, el líder ruso y el venezolano se erigen ante nuestros asombrados ojos como dos gigantes ante la cicatería y la bajeza moral de los nuestros.

Héctor Alonso hablaba hace unos días en Actualidad Humanitaria del “clamoroso silencio” de los líderes europeos ante todo esto. Es más que eso, creo yo. Es culpa lo que sienten y necesidad imperiosa de que nadie les recuerde que lo que pasa es, en gran medida, obra suya. Decía al principio y ponía algún ejemplo vivido, que atención humanitaria es también denuncia de los culpables y exigencia de justicia, y al hacerlo recordaba a nuestros dirigentes y el grado de responsabilidad que tienen en este desastre.

Mientras mascullaba todo esto me vino a la memoria un antiguo lema de una ONG humanitaria del sector de la salud que se publicitaba diciendo “Curamos todas las enfermedades, incluida la injusticia”. Siempre creí que el planteamiento era un error: la injusticia no es una enfermedad más, es la madre de todas las enfermedades o de la mayoría de ellas. Por ello debemos poner todo nuestro empeño en que triunfe la justicia. Se llama necesidad etiológica.

No debemos olvidar que quien abandona a un grupo de personas dentro de un camión en el arcén de una carretera para que mueran asfixiados, o quien llena una barcaza de mujeres y niños tras esquilmarles hasta el último centavo y les empuja a alta mar, hacia una muerte segura, no son más que los eslabones finales de una cadena de criminales. Pero todos los que han participado en esta barbarie, del primero al último, deberían responder algún día de sus actos y de las consecuencias de los mismos.

Habrá que esperar a que exista una auténtica justicia universal. Pero para eso ya falta poco. Menos de lo que piensan


José Manuel Díaz Olalla

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