lunes, 10 de enero de 2000

PADRE HILARIO














El Hospital de las Hermanas de San Paul de Chartre, en Suai, Timor Oriental, era algo así como un oasis en mitad del desierto. Como un reducto de paz insospechada en el centro del infierno. Las novicias filipinas y timorenses de capas blancas recién planchadas correteaban por sus pasillos, cuchicheaban en cada rincón cuando el visitante miraba para otro lado y rompían la tarde, ya agonizante, con sus carcajadas sonoras de chiquillas malcriadas. Tras la visita detallada , sala por sala, sister Mary, la Superiora no lo dudó y nos espetó sin remilgos.

- Si quieren saber qué es lo que pasa aquí, vayan a ver al párroco, el padre Hilario. Él les contará. Pero váyanse ya...no esperen a que se haga de noche.

La noche era mala compañera en Timor Oriental ya en el mes de Junio. Hoy, según cuentan, solo hay noche y dolor. Suai, en el sur oeste de Timor Oriental, ya casi en la frontera con el Timor indonesio, era el epicentro de una de las zonas más desangradas por la violencia y la barbarie. Pocos, nos decían, se atrevían a viajar hasta Suai. Y si te notaban decidido siempre te intentaban disuadir con historias terribles rebosantes de sangre y crueldad que ocurrían por aquéllos pagos dominados impunemente por las milicias proindonesias. Había, no obstante, que viajar a Suai. Las noticias, las sospechas, casi la evidencia, indicaban que en aquélla zona se encontraba la población más necesitada, la más pobre, la más humillada por la injusticia y el odio. Era difícil llegar a Timor a evaluar los inmensos problemas de la gente sin pasar por Suai. Isabel y yo lo pensamos un poco pero al final nos decidimos.

Y allí estábamos. La furgoneta de los salesianos serpenteaba renqueante por aquéllas calles. En la parte delantera father Evaristo y sister Rosita, auténticos pasaportes para nosotros, levantaban la mano con cordialidad fingida ante cada control de las milicias proindonesias, que nos franqueaban el paso con mucha desgana y poco interés. Isabel y yo, semiocultos en la parte trasera observábamos a través de los cristales ahumados los rostros duros de los milicianos. Rostros fríos, terribles para nosotros, encintadas las frentes con tela de color rojo y calados al cinto de afilados machetes caseros. Era Junio, otra época, casi un siglo. Era cuando los curas y las monjas eran respetados por los asesinos, y andar con ellos era una garantía para tu vida y tu seguridad. Eso pasó según nos cuentan y hoy, en esta locura sin nombre que vive aquél país, ellos, la auténtica, la única esperanza de este pueblo atormentado, están en el filo de cada navaja, en el punto de mira de cada fusil.

Junto a la iglesia en construcción estaba la casa del párroco de Suai. En la puerta unos cuantos niños descalzos, desnutridos y sucios correteban sin descanso. Llamamos y esperamos unos minutos. Entre las matas del patio apareció, de repente, su figura curtida. Era un timorés de unos cincuenta años, de ojos tristes, manos encallecidas y hablar melodioso. Nos sentamos en el patio de la casa, al cobijo de los marabús de oriente ya floridos que querían estallar en cada tallo, y, muy atentos, con la esperanza de que de aquéllas palabras del padre Hilario, que brotaban en una mezcla de inglés, portugués y tetum, escuchamos el relato.

- La situación aquí es muy difícil. Todo lo controla milicia proindonesia que ha implantado un régimen de terror que hace imposible poder vivir. La semana pasada tuve aquí en la iglesia a quinientos refugiados que habían huído de los pueblos próximos porque había entrado la milicia a matar a los proindependentistas de cada pueblo. Casi no tengo comida que darles, ni nadie atiende sus enfermedades, ni hay medicinas. Es una situación límite. Continuamente desaparece gente del pueblo. Hace unos días que no veo a mi sacristán y, cuando pasa esto, es mejor ni preguntar, te puedes buscar un problema si lo haces. Los asesinan y los hacen desaparecer.

Tomó aire, levantó los ojos y siguió hablando casi a borbotones.

- Todos los días se encuentran cadáveres en el campo. Algunos los traen hasta aquí y como podemos los identificamos, les hacemos la autopsia en mi casa para documentar la causa de la muerte y les enterramos. Tiene que quedar constancia de lo que pasa. Esto no puede seguir así.

Sentimos por un momento enmudecer su voz, mientras repetía como absorto "esto no puede seguir así". Asistíamos perplejos a aquél testimonio, uno más de tantos recogidos en esos días sobre la auténtica barbarie crónica que azota a aquél país desde hace 25 años, cuando no pude ahogar de nuevo una pregunta.

- ¿Y usted?

- ¿Yo? Aquí si te significas por la causa de los pobres estás perdido. Si defiendes sus derechos elementales, les atiendes, les ayudas, eres uno más de sus enemigos. ¿Por mí me preguntas?. Me siento muy mal. Creo que estoy en peligro. El domingo pasado, en la plaza del pueblo, hubo un mitin por la integración en Indonesia. Allí habló el jefe de la milicia de aquí, Eurico Guterres y explicó que él personalmente había dado muerte a más de cuatrocientas personas pero que aún le faltaba uno, el padre Hilario. Explicó que soy un sacerdote, pero que también soy un hombre, y como soy un hombre y él mata a los hombres puede matarme a mí también.

Nos miramos por un momento todos. Sister Rosita observaba como ausente a los niños que jugaban en la calle, father Evaristo levantó sus ojos del cuaderno en el que tomaba notas, e Isabel entornó los ojos como analizando si había entendido bien en aquélla torre de Babel en la que estábamos inmersos. Aún no sé qué nos sorprendió más en ese momento, si el relato en sí o la espontanea serenidad con que aquello salía de sus labios. Me traicionó mi propia curiosidad perpleja y detuve inutilmente la pregunta que me pedía a gritos salir de la boca. Digo inutilmente porque el padre Hilario, la contestó sin que la hiciera.

- No me puedo ir de aquí porque aquí me necesitan. Mi obligación está con esta gente. Debo estar aquí con ellos.

Aún me pude sobreponer por un instante como sacando las fuerzas que aparentasen más la frialdad del técnico que el corazón del doliente.

-¿Y no tiene miedo?

-Si hijo, mucho miedo.....

No sé con certeza si fueron las últimas palabras que le escuché al padre Hilario, pero la verdad es que ya no recuerdo ninguna más. Se quedaron ahí, como resonando en mi cabeza, mientras el viento subía de tono y las ramas de aroma agitaban sus hojas como si se hubieran empeñado en darnos la despedida. Creo que aún tuvimos tiempo, en la misma puerta de la calle, de asaltar al padre Hilario con otra cuestión.

- ¿Usted quiere que denunciemos todo esto que nos ha contado?.
- Sí, háganlo. Creo que ya se sabe todo esto. No sé si servirá para algo, pero cuéntenlo.

Volvimos al hospital atravesando las calles desiertas de Suai. Era de noche y desde las ventanas ahumadas de la furgoneta aún pudimos observar algunos rostros de los milicianos que imponían la ley de la sangre en una ciudad sin ley. Hacía calor pero casi sentíamos frío. Ese frío que sin duda se siente después de haber conversado con franqueza con un hombre condenado a muerte. Con un hombre injustamente condenado. Con un hombre por el que, ¡ay!, en tu pequeñez inútil, no puedes hacer nada para salvarle la vida.

Tuvimos tiempo de contar al día siguiente en Dili lo que habíamos visto y oído en Suai. Hablamos con los padres salesianos quienes ya conocían la situación de aquél pueblo y su párroco. Con un funcionario de Naciones Unidas y con el corresponsal de El País. Todos, ellos y nosotros, tomaron buena nota. Todos, ellos y nosotros, apuntamos la grandeza y la tragedia presentida del padre Hilario en nuestros cuadernos y, como el poeta, pasamos de nuestro corazón a nuestros asuntos. Tan solo el padre Hilario se quedó allí, donde estaba, cumpliendo con los suyos, cerca de quienes le necesitaban.

Pasaron algo más de dos meses y de la tragedia anunciada que asola a un pueblo pobre y perseguido, solo nos llega ya lo que cada mañana nos traen los periódicos que desgranan, un día tras otro, la crónica reincidente de la muerte prevista, del genocidio planificado y advertido con toda antelación:

Diario El País, 7 de Septiembre de 1999, pagina 3: ".... Entre las matanzas de las que se tuvieron noticias en el día de ayer fuera de la capital cabe destacar cien refugiados asesinados en la iglesia de Suai por las milicias prointegracionistas. Al parecer entre los muertos se encuentran dos curas y dos monjas...."

Diario El País, 8 de Septiembre de 1999, pag. 2: ".....Uno de los sacerdotes asesinados hace dos días en la iglesia de Suai es el padre Hilario Madeira, párroco de aquélla localidad. El sacerdote timorés, según relató este periódico el día 21 de Junio, se encontraba amenazado hace tiempo por el jefe de la milicia anexionista local. Al fín, ha cumplido su amenaza......"

Pasa uno las hojas de los periódicos y siente como que pasara las páginas de un cuento del que ya conocía el final. Un final triste y sabido. Un final que sabe amargo cuando piensas que nadie hizo nada por cambiarlo. Cuando piensas que tú tampoco hiciste nada por cambiarlo.

Cuando te preguntas , como Saramago, cuánta humanidad hace falta que muera para que se levante esta humanidad.


José Manuel Díaz Olalla
(Publicado en "Amigos de Hacinas", en el año 2.000)


Nota.- Isabel Herrán Y José Manuel Díaz Olalla realizaron una visita exploratoria a Timor Oriental durante el mes de Junio de 1.999, con el fin de conocer la situación en aquella excolonia portuguesa para poner en marcha un proyecto urgente de Acción Humanitaria en favor de la población refugiada.

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